El Evangelio del Domingo 26 noviembre 2023

Domingo 34-A, Cristo Rey

Mt 25,31-46

Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria

Después de contemplar el misterio de Cristo en sus diversos aspectos, durante todo el año litúrgico, la Iglesia celebra a modo de culminación, en el último domingo del año litúrgico, el Domingo XXXIV del tiempo ordinario, la Solemnidad de Cristo Rey del Universo. Queda, sin embargo, un aspecto ulterior de ese misterio por considerar, que, aunque está plenamente revelado y anunciado, no lo podemos celebrar, porque aún no ha tenido lugar. Es el misterio de la Venida final de Cristo, en su trono de gloria.

En los últimos domingos del año litúrgico, en los tres ciclos de lecturas −A, B y C− el Evangelio pone ante nuestros ojos ese evento futuro. El Evangelio de este Domingo XXXIV−A une el misterio de Cristo Rey y el de su Venida final. En efecto, comienza con esta introducción: «Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria, acompañado por todos sus ángeles, entonces se sentará en su trono de gloria. Serán congregadas delante de Él todas las naciones». En los domingos anteriores Jesús anunciaba su Venida por medio de parábolas: el que viene es el esposo, a quien, aunque tarde, las vírgenes deben esperar velando; o es un señor que pedirá cuentas a sus siervos del dinero que les encomendó durante su ausencia. En el Evangelio de este domingo, en cambio, aunque es continuación de ese mismo Capítulo XXV de San Mateo, el que viene es Jesús mismo −el Hijo del hombre− y viene en su condición de Rey del Universo: vendrá en su gloria, acompañado por todos sus ángeles, y se sentará en su trono de gloria. ¡No es una parábola! Es la descripción de un hecho real; tampoco es una parábola la Resurrección de Cristo o su Ascensión al cielo.

Sabemos que el Evangelio de Mateo distribuye la enseñanza de Jesús en cinco discursos. El último de ellos es el «discurso escatológico», es decir, sobre los «eventos últimos». El Evangelio de hoy es la culminación de este discurso. En efecto, la frase siguiente dice: «Y sucedió que, cuando acabó Jesús todos estos discursos, dijo a sus discípulos: “Ya saben que dentro de dos días es la Pascua; y el Hijo del hombre va a ser entregado para ser crucificado”» (Mt 26,1-2). Comienza el relato de su Pasión.

«Serán congregadas delante de Él todas las naciones». En ese último día será la resurrección de la carne, en la que creemos y en la que creía también Marta, que declara acerca de su hermano difunto Lázaro: «Sé que resucitará, en la resurrección, en el último día» (Jn 11,24). Allí, ante el trono del Rey, estarán todos los hombres y mujeres de todos los tiempos: «Todo ojo lo verá, incluso aquellos que lo traspasaron» (Apoc 1,7). Entonces, el Rey «separará a los unos de los otros, como el pastor separa las ovejas de los cabritos. Pondrá las ovejas a su derecha, y los cabritos a su izquierda». En realidad, no habrá allí ni ovejas ni cabritos. Para ilustrar lo que el Rey hará Jesús usa una comparación con lo que hace el pastor para poner en corrales separados las ovejas y los cabritos. Esta comparación es la responsable de que se hable de la «parábola del juicio final». ¡Es un juicio final; pero no es una parábola!, como decíamos. Lo que nos interesa saber es que hay solamente dos posibilidades: a la derecha o a la izquierda del Rey. El criterio que usa el pastor para discriminar es la naturaleza de unos y otros: las ovejas a la derecha y los cabritos a la izquierda. Ese criterio no aplica en ese último día, porque todos los seres humanos son de la misma naturaleza. Habrá tanto a la derecha como a la izquierda hombres y mujeres «de toda raza, lengua, pueblo y nación» (cf. Apoc 5,9; 7,9). ¿Cuál será, entonces, el criterio que usará el Rey para separar a unos de otros cuando venga en su gloria?

Antes de responder a esta pregunta, debemos observar la diferente sentencia que pronuncia el Rey sobre unos y otros: «El Rey dirá a los de su derecha: “Vengan, benditos de mi Padre, reciban la herencia del Reino preparado para ustedes desde la creación del mundo”…. Dirá también a los de su izquierda: “Apartense de mí, malditos, al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles”». Recién ahora comprendemos que se trata de un juicio, del «Juicio final».

El criterio para pronunciar sentencias tan radicalmente opuestas e irrevocables −Jesús habla de «fuego eterno»− lo expresa en forma sorprendente e inesperada para ellos. Dirá a los «benditos de su Padre»: «Porque tuve hambre, y ustedes me dieron de comer; tuve sed, y me dieron de beber…»; dirá, en cambio, a los otros: «Porque tuve hambre, y ustedes no me dieron de comer; tuve sed, y no me dieron de beber…».

Para comprender la sorpresa de unos y otros, debemos considerar que es imposible imaginar, sobre la base de lo que nuestros ojos han visto, al «Hijo del hombre en su gloria… sentado en su trono de gloria». Los que estaban escuchando a Jesús, cuando dijo estas palabras, lo veían en la forma de esclavo −ser humano−, que Él adoptó despojandose de su forma de Dios. Cuando venga, lo hará en su forma de Dios, como lo vieron los tres apóstoles en la Transfiguración. Tampoco ellos pudieron dar una imagen de lo que eso fue, más que con los conceptos de luz y blancura, que son signos de Dios, como dice el apóstol Juan: «Dios es Luz, en Él no hay tiniebla alguna» (1Jn 1,5). Es imposible, entonces, pensar que Él pueda tener hambre o sed o estar desnudo o carecer de cualquier cosa. Por eso, la pregunta inmediata de unos y otros es: «¿Cuándo te vimos hambriento y te dimos de comer…?»; o «¿… no te dimos de comer?». La respuesta a esta pregunta de unos y otros es el punto culminante de toda la enseñanza sobre el Juicio Final. Por eso, está repetida, aunque en forma antitética. Dirá a los de su derecha: «En verdad les digo que cuanto hicieron a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí lo hicieron». Dirá, en cambio, a los de su izquierda: «En verdad les digo que cuanto dejaron de hacer con uno de estos más pequeños, a mí dejaron de hacerlo». Es asombroso: el Rey llama a los hambrientos, sedientos, inmigrantes, desnudos, enfermos y presos «hermanos míos más pequeños» y se identifica con ellos: «A mí lo hicieron».

Hemos visto en el Evangelio del Domingo XXX-A que Jesús rehúsa separar el primero y más importante mandamiento del amor a Dios del segundo y semejante a aquél del amor al prójimo (Cf. Mt 22,34-40). Pero aquí Jesús da un paso más: ambos son un mismo y único amor. En efecto, amando al prójimo y haciendole el bien en cualquier modo que lo necesite es a Cristo a quien amamos y a quien hacemos el bien. Es verdad, porque el amor es sobrenatural; no sólo nos concede amar a Dios y al prójimo, sino que se identifica con Dios mismo, como lo entendió San Juan, ciertamente iluminado por el Espíritu Santo, que lo llevó a la «verdad plena»: «Queridos, amemonos unos a otros, porque el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es Amor» (1Jn 4,7-8).

Por respeto a la enseñanza de Jesús, por más que nos duela, debemos bajar de estas alturas para volver a la conclusión que Él repite, que es la última frase del discurso escatológico: «E irán éstos a un castigo eterno, y los justos a una vida eterna». Oremos al Juez dulce y justo con las palabras del famoso himno del Siglo XIII, «Dies irae», atribuido a Tomás de Celano (1200-1260): «Inter oves locum præsta/ et ab hædis me sequestra/ statuens in parte dextra» (Dame un lugar entre las ovejas/ y de los cabritos separame/ estableciendome en la parte derecha).

+ Felipe Bacarreza Rodríguez

Obispo de Santa María de los Ángeles

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