Por Juan Antonio Montes Varas

Director Acción Familia

Ud. Debe haber notado que hoy para hacer el elogio de una persona o de una institución, se dice que ella es muy “inclusiva”.

Ser inclusivo parece ser sinónimo de comprensivo, tolerante, no discriminador, solidario, etc. Casi se diría que quien es “inclusivo” es auténticamente democrático.

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Así siendo, la persona o la institución que no son “inclusivas” de inmediato pierden todos estos supuestos atributos y pasan a ser considerados como egoístas, intolerantes, exclusivistas y no democráticos

¿Es siempre esto así? ¿En qué sentido ser “inclusivo” es un bien y en qué sentido es un mal?

Pasemos a responder esta pregunta, pues detrás de ella, se decide un tema sumamente concreto: ¿Cómo debe ser la educación que los padres deben dar a sus hijos?

Digamos primero qué es lo que comúnmente se entiende por “inclusivo”.

Una persona inclusiva sería aquella que no hace distingos, que no tiene preferencias, que acepta todo y a todos por igual.

¿Esto es siempre bueno?

Distingamos. Veamos lo que hacen los buenos padres con su hijo.

Cuando ellos sean pequeños, los padres procurarán comprarle el mejor alimento para bebés, en la medida de sus recursos. En ningún caso querrán darle comida “chatarra”. Cuando el hijo crezca, sus padres querrán que él se junte con amigos que sean niños de buena conducta y que no lo influyan mal, así seleccionará las “buenas compañías”.

Más tarde, a la hora de escoger un colegio, ellos volverán a seleccionar, escogiendo el establecimiento educacional que les parezca que tenga una mejor formación y querrán hacer incluso sacrificios para poder brindarle el colegio que reúna esos requisitos. Lo mismo harán para cuando el hijo tenga que entrar a una Universidad o, más tarde, cuando busque un empleo.

En definitiva, ellos querrán a lo largo de toda la vida del hijo: seleccionar. Es decir, ellos tendrán preferencias y no querrán aceptar todo por igual. En este sentido, los buenos padres no son “inclusivos”.

Imaginemos, al contrario, a padres que quieran ser “inclusivos”. Ellos le darán cualquier tipo de comida, pues la selección sería un mal. A la hora de tener amigos, cualquier niño mal hablado y medio ladronzuelo valdría por amigo, pues sería discriminador no “incluirlo”. Ídem con el colegio, con la Universidad y con el trabajo.

¿Cuál sería el resultado de la primera educación y de la segunda?

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No es necesario detallar la respuesta. El primero, si responde bien al esfuerzo de sus padres, lo más probable es que pueda cosechar de esa educación recibida los elementos necesarios para construir una personalidad fuerte y sana.

El segundo tendrá todos los elementos para dejarse llevar por las tendencias de relajamiento moral que él vio a lo largo de toda su educación.

En conclusión, debemos decir que en este sentido, la “inclusión” será un defecto; y el espíritu selectivo, será una virtud.

Ahora tomemos a cada uno de los niños que acabamos de imaginar.

El que fue educado “selectivamente”, procurará a su vez aplicar en su vida de todos los días los mismos criterios que recibió de sus padres. Y haciendo esto él actuará de modo virtuoso, pues la virtud es el hábito de practicar el bien y el bien es una opción entre muchas posibilidades que él tiene delante de sí.

Escoger la opción buena, en muchas ocasiones, en la mayor parte de ellas, es siempre la más difícil y la que exige más esfuerzo. De ahí que cuando una persona siempre escoge el bien, la verdad, y la belleza, se dice de ella que alcanzó la santidad.

Ahora, el otro niño, el “inclusivo”, puesto delante de la elección de distintas opciones, él no hará cuestión de saber cuál es la buena o verdadera, él escogerá todas, sin distingos y sin preferencias. En consecuencia, entrarán tanto las malas cuanto algunas buenas, y haciendo así, querrá juntar la virtud con el vicio, de lo cual no podrá salir sino un mal resultado, pues ambas opciones -las virtuosas y las viciosas- son irreconciliables.

Y si aplicamos estos ejemplos al conjunto de la sociedad tendremos que concluir que una sociedad sana es siempre selectiva. Ella tratará de buscar lo que es bueno, lo que es verdadero y lo que es bello.

Una sociedad enferma es una sociedad “inclusiva”, ella comenzará por tratar por igual la virtud y el vicio. Pero como el vicio exigirá cada vez más espacio para sí y la virtud es más difícil de practicar, pasará entonces a favorecer al vicio y a limitar la práctica de la virtud. Hasta que al final, pasará a considerar un delito la práctica de la virtud y legalizará la del vicio.

¿No es precisamente esto lo que estamos viendo en las sociedades llamadas “inclusivas”? Recientemente en Canadá, por ejemplo, se aprobó una ley que prohíbe a los padres orientar a sus hijos sobre su realidad sexual y oponerse a las opciones transgénero.

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En los Estados Unidos, a partir de un reciente fallo de la Corte Suprema, cualquier limitación o censura a las acciones homosexuales será considerada ilegal. Con lo cual, los colegios católicos y todas las instituciones religiosas que prestan servicios sociales se verán obligadas a cerrar sus dependencias o a enfrentar a la justicia en el caso de no sumarse a las uniones lesbianas o homosexuales.

De igual modo en varios países se ha penalizado la acción de médicos psicólogos que realizan terapias para ayudar a personas con tendencias homosexuales y que quieren corregirlas a que lo puedan hacer libremente.

En Chile hace pocas semanas atrás una jueza con formación de “género” concedió reconocimiento a una pareja lesbiana en el Registro civil para el hijo de una de ellas, como teniendo “dos madres”.

También en nuestro País, el Gobierno y los partidos políticos que se dicen más “inclusivos” aprobaron la muerte para los niños no nacidos. Y están queriendo aprobarla para los ancianos.

De este modo, los “inclusivos” están instalando una verdadera dictadura. La del vicio contra la virtud.

¿Se puede decir que estos es ser “inclusivo”?

Evidentemente que no

Quizá algún auditor nos pregunte ¿entonces nunca es bueno ser inclusivo?

Al contrario, debemos ser inclusivos queriendo para todos, sin distingos, la posesión del bien, de la verdad y de la belleza.

En esto consiste la verdadera inclusión, querer para nuestros semejantes aquello que debemos querer para nosotros mismos. Y como lo primero que debemos querer para nosotros es la práctica del bien, lo que debemos querer para todos, con espíritu “inclusivo” es que todos conozcan y practiquen el bien, la verdad y la bondad.

Pero, esta inclusión, no es sino el espíritu apostólico que Nuestro Señor mandó a su Iglesia: “Id, pues, y haced discípulos de todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”. Ella nada tiene que ver con la “inclusión” que hoy se postula por todos los medios posibles.

De esa falsa “inclusión”, los católicos estamos excluidos. De la verdadera inclusión, nadie está excluido. De ahí que tenemos que tomar cuidado cuando oigamos como elogio el ser inclusivo y como crítica el de ser selectivo.

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