Por Juan Antonio Montes Varas

Director Acción Familia

Normalmente, cuando hablamos de una persona de “buen corazón”, lo asociamos con una disposición para ayudar a los demás, con buenos sentimientos, sin rencores ni odios personales. En una palabra, con alguien virtuoso.

¿Qué relación puede haber entre un órgano físico hecho de materia, como es el corazón, con una disposición espiritual, como es la virtud?

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El tema interesa sobre todo en este mes de junio consagrado al Sagrado Corazón de Nuestro Divino Redentor.

En primer lugar, corresponde precisar las cosas. Cuando hablamos de corazón, nos referimos más a la capacidad de dar que el hombre tiene cuando es auténticamente católico. Ciertamente que ella reside en la parte espiritual de cada persona, y no está asociada a ningún órgano físico, sin embargo, de tal modo el corazón es, dentro de los órganos de un ser vivo, el rey de ellos, que cuando hablamos de sus virtudes las ponemos en el corazón.

Así como en el corazón se centran las acciones fundamentales de todo ser vivo, así también decimos que en él se concentra toda su mentalidad, sus anhelos y sus preferencias. De ahí que digamos que una persona de “buen corazón” es una buena persona.

¿Qué se podrá decir entonces del Sagrado Corazón?

Para comprender bien lo que significa esta advocación, le damos la palabra al Dr. Plinio Corrêa de Oliviera, quien, además de ser un gran seguidor de esta devoción, escribió sobre ella comentarios dignos de ser recordados. Oigamos uno de ello, escrito en la década del 40 del siglo pasado.

“El simple enunciado del Nombre Santísimo de Jesús recuerda la idea del amor. ¡El amor insondable e infinito que llevó a la Segunda Persona de la Santísima Trinidad a encarnarse! El amor expresado a través de esa humillación incomprensible de un Dios que se manifiesta a los hombres como un niño pobre, que acaba de nacer en una gruta.

El amor que se manifiesta a través de aquellos treinta años de vida recogida, en la humildad de la más estricta pobreza, y en las fatigas incesantes de aquellos tres años de evangelización, en que el Hijo del Hombre recorrió caminos y atajos, transpuso montes, ríos y lagos, visitó ciudades y aldeas, atravesó desiertos y poblados, habló a ricos y pobres, esparciendo amor y recogiendo en la mayor parte del tiempo principalmente ingratitud.

¡El amor demostrado en aquella Cena suprema, precedida por la generosidad del lavado de los pies y coronada por la institución de la Eucaristía! El amor de aquel último beso dado a Judas, de aquella mirada suprema dirigida a San Pedro, de aquellas afrentas sufridas en la paciencia y en la mansedumbre, de aquellos sufrimientos soportados hasta la total consumación de las últimas fuerzas, de aquel perdón mediante el cual el Buen Ladrón robó el Cielo, de aquel don extremo de una Madre celestial a la humanidad miserable.

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Cada uno de estos episodios fue meticulosamente estudiado por los sabios, piadosamente meditado por los Santos, maravillosamente reproducido por los artistas, y sobre todo inigualablemente celebrado por la liturgia de la Iglesia. Para hablar sobre el Sagrado Corazón de Jesús, sólo hay un medio: es recapitular debidamente sobre cada uno de ellos.

Tomemos, por ejemplo, una de las invocaciones de las letanías al Sagrado Corazón: ‘Corazón de Jesús, de majestad infinita’.

San Agustín dijo lo  siguiente: ‘Donde está la humildad, ahí está la majestad’ o sea que las dos cosas son inseparables.

De ahí concluimos que el Corazón de Jesús, que es un abismo de humildad, es por eso mismo un firmamento de majestad. Yo gustaría de ser artista y saber representar la figura de Nuestro Señor para intentar expresar no sólo su majestad, ni sólo su humildad, sino a Nuestro Señor en una de esas representaciones en que uno lo ve, de una sola mirada, en aquello que la majestad tiene de común con la humildad, o aquello que la humildad tiene de común con la majestad, y que es aquella esfera superior donde estas dos virtudes particulares, se encuentran y se funden.

Nosotros,  que nos preciamos de ser hijos de la Iglesia Católica, tomando en consideración que hoy se caricaturiza la humildad y se calla la majestad, deberíamos pedir al Corazón de Jesús que nos diese aquella forma elevada y nobilísima, que debe tener todo verdadero católico, que trae en sí el sentido de la realeza, el sentido del orden perfecto, de la honra, de la jerarquía, incluso cuando se es el más humilde de los hombres.

Realmente, venerando al Sagrado Corazón, la Santa Iglesia no quiere otra cosa sino prestar una especial alabanza al amor infinito que Nuestro Señor Jesucristo dispensó a los hombres. El corazón simboliza el amor, y dando culto al Corazón, la Iglesia celebra el Amor.

La fiesta del Sagrado Corazón de Jesús es por excelencia, la fiesta del amor de Dios. En ella, la Iglesia nos propone como tema de meditación y como blanco de nuestras plegarias el amor tiernísimo e invariable de Dios, que hecho hombre, murió por nosotros. Mostrándonos el Corazón de Jesús ardiendo de amor a despecho de las espinas con que lo circundamos por nuestras ofensas, la Iglesia abre para nosotros la perspectiva de un perdón misericordioso y amplio, de un amor infinito y perfecto, de una alegría completa e inmaculada, que deben constituir el encanto perenne de la vida espiritual de todos los verdaderos católicos.

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Amemos al Sagrado Corazón de Jesús. Esforcémonos porque esa devoción triunfe auténticamente (no apenas a través de algunos simbolismos) en todos los hogares, en todos los ambientes y sobre todo en todos los corazones”.

***

Al finalizar este comentario, nos viene a la memoria el notable apostolado de un sacerdote de origen británico-peruano pero que desarrollo su apostolado en Chile, el RP Mateo Crawley-Boevey SSCC, (1875-1960).

El padre Mateo comenzó su apostolado, en la ciudad de Valparaíso en donde residían sus padres y donde profesó en la congregación de los Sagrados Corazones. Después del terremoto del año 1906, fue tanto lo que se dedicó a ayudar a los damnificados que terminó exhausto y enfermo.

Fue enviado entonces, por sus superiores, a restablecerse a Europa y fue sanado milagrosamente en el Santuario del Sagrado Corazón en Paray Le Monial, en Francia. Más tarde, estando en Roma, fue recibido por el papa San Pío X, al que confió un íntimo proyecto que venía acariciando en su mente desde hacía algún tiempo: la entronización de la imagen del Sagrado Corazón de Jesús en los hogares. Cuando expuso el plan al Papa, le complació tanto que le dijo: “No sólo te permito, sino que te mando, hijo mío, dar tu vida por esta obra de salvación social”.

De ahí comenzó un apostolado que no terminó sino con el fin de sus fuerzas físicas y que se extendió no sólo por todo nuestro territorio nacional sino también en muchos países del Continente y de Europa. La entronización del Sagrado Corazón en los hogares y la colocación de la placa de su imagen en las puertas de entrada del hogar. Hasta hoy quedan en muchas casas de Valparaíso, Santiago y otras ciudades, la imagen protegiendo a la familia consagrada.

Para que esta devoción no sea sólo un piadoso recuerdo, le sugerimos que Ud. y su familia también sigan la sigan,  entronizando en el interior de su hogar al Sagrado Corazón de Jesús.

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