Santísima Trinidad A
Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único
El misterio de la Santísima Trinidad, que celebra la Iglesia este domingo, se ubica con razón, el domingo siguiente al de Pentecostés, porque ese día, con la venida del Espíritu Santo sobre los apóstoles, quedó completada la revelación del Dios uno y trino, que confesamos en el Credo: «Creo en un solo Dios… Padre, Hijo y Espíritu Santo».
La revelación del Dios uno y verdadero ya la había recibido el pueblo de Israel. Fue un proceso lento que se produjo en la historia de ese grupo humano, a partir de Abraham (siglo XIX a.C.), siguiendo por Moisés (aprox. 1250 a.C.) y los profetas, llegando al monoteísmo estricto, después del exilio de Babilonia (550 a.C.), como se observa en las profecías del segundo Isaías (cap. 40-55): «Así dice el Señor, el rey de Israel, y su Redentor, Señor de los ejércitos: “Yo soy el primero y el último, fuera de mí, no hay ningún dios”» (Is 44,6). Israel era el único pueblo que confesaba a su Dios (Yahveh) como único Dios, todopoderoso y Creador del cielo y de la tierra. Pero fue una fe continuamente amagada por la idolatría, ante la dificultad de creer en un Dios absolutamente solitario. La misión de los profetas fue mantener incontaminada la fe en el Dios único: «No saben nada los que llevan sus ídolos de madera, los que suplican a un dios que no puede salvar… Vuelvanse a mí y serán salvados, confines todos de la tierra, porque Yo soy Dios, no existe ningún otro» (Is 45,20.22).
Esta es la fe que encontró Jesús en su pueblo, cuando vino al mundo. Su misión fue revelar que ese Dios, que adoraba Israel, siendo absolutamente uno, no es un Dios solitario, sino trino, es decir, que tres Personas son, cada una de ellas, el mismo y único Dios y que una de esas Personas es Él mismo.
El Evangelio de este domingo nos muestra los primeros pasos que dio Jesús en su misión de revelar el misterio de «Dios en sí mismo». Se trata de la conversación que tuvo con «un hombre de los fariseos, llamado Nicodemo, que era magistrado de los judíos» (Jn 3.1). Él vino de noche mientras Jesús se encontraba en Jerusalén en uno de sus viajes a la Ciudad Santa (en Juan se registran al menos tres viajes de Jesús a Jerusalén y en el último permaneció seis meses en la ciudad y sus alrededores). ¿Por qué tuvo Nicodemo el privilegio de ser el primero en escuchar de labios de Jesús palabras que nadie había oído? Seguramente, porque él comienza la conversación reconociendo el origen divino de Jesús y su condición de maestro: «Rabbí, sabemos que has venido de Dios como maestro, porque nadie puede hacer los signos que Tú haces, si Dios no está con él». Nicodemo es él mismo «maestro en Israel» (cf. Jn 3,10) y por eso, esta percepción suya sobre Jesús adquiere más peso. Pero ¡es insuficiente! Esto es lo que Jesús le explicará. Nicodemo conoce otros personajes que han sido enviados por Dios, como era el caso de los profetas. En efecto, Isaías escuchó en el templo estas palabras: «Percibí la voz del Señor que decía: “¿A quién enviaré y quién irá de parte nuestra”? Dije: “Heme aquí: envíame”» (Is 6,8). Y del mismo Juan Bautista se lee: «Hubo un hombre, enviado por Dios, de nombre Juan» (Jn 1,6). Jesús no quiere dejar a Nicodemo en ese error y comienza la difícil tarea de explicarle que su caso es completamente otro.
Es histórico que Jesús usó la expresión «Reino de Dios» para referirse a su Persona, de manera provisoria, antes de que haya sido revelado plenamente su misterio, como lo vemos con profusión en los Evangelios Sinópticos. En esta conversación con Nicodemo es el único lugar del IV Evangelio en que recurre a esa expresión y lo hace con la misma finalidad. Explica a Nicodemo que para recibir lo que tiene que decirle es necesario un nacimiento que no es de este mundo: «El que no nace de lo alto no puede ver el Reino de Dios» (Jn 3,3). Ese nacimiento −aclara Jesús− es «del agua y del Espíritu». Para que las palabras de Jesús puedan ser acogidas en su verdadero sentido es necesaria la acción del Espíritu. Con este antecedente, debemos acoger también nosotros lo que Jesús dijo a Nicodemo.
«Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que cree en Él no perezca, sino que tenga vida eterna». En esta breve conversación Jesús declara tres veces que Dios tiene un Hijo único y que, por tanto, Dios mismo es Padre. Pero ese Hijo, para ser verdaderamente Hijo de Dios, tiene que ser de la misma naturaleza que su Padre, que lo ha engendrado, y tiene que ser, por tanto, Él mismo Dios. Ya ha dicho Jesús que sólo el Espíritu concede el acceso a este misterio y, por tanto, el Espíritu es ese mismo Dios. Jesús no es un enviado por Dios como son los profetas; Jesús es el Hijo de Dios, verdadero Dios, que se hizo hombre, sin dejar de ser en todo momento Dios. En el Credo lo confesamos: «Luz de Luz, Dios de Dios, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, de una sustancia (consustancial) con el Padre».
Jesús declara que el móvil que tuvo Dios para dar su Hijo al mundo es el amor: «Tanto amó Dios al mundo». Es que Dios no puede obrar nada por algún otro motivo. Dios es el Bien infinito al cual nada falta. No puede obrar sino para comunicar ese Bien a otros, en este caso a los seres humanos. El amor consiste en procurar el bien a otros. El acto supremo de amor de Dios consistió, no en darnos algún bien limitado, como la salud corporal, los padres, los amigos, la patria, etc. Sino en darnos el Bien infinito, en darse a sí mismo a nosotros: «Dio al mundo a su Hijo único». Y lo dio para que nosotros recibamos de Él la vida eterna: «Para que todo el que crea en Él tenga vida eterna».
En el Evangelio de Juan la «vida eterna» no es solamente la vida del mundo futuro (cf. Mc 10,30); es la vida divina infundida en nosotros ya durante nuestra vida terrena, que se prolonga por toda la eternidad. Esa vida se infunde en el Bautismo, administrado en el Nombre de la Trinidad, y se alimenta en la Eucaristía: «El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y Yo lo resucitaré en el último día» (Jn 6,54). La frecuencia de este alimento es todos los domingos en la Eucaristía dominical.
La única condición para recibir un don tan admirable es la fe en Jesucristo: «… para que todo el que cree en Él tenga vida eterna». Debemos creer que Él es nuestro Dios y Señor y que «no se nos ha dado otro Nombre bajo el cielo por el cual podamos ser salvados» (Hech 4,12).
+ Felipe Bacarreza Rodríguez
Obispo de Santa María de los Ángeles
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