Domingo Adviento 1−A

Mt 24,37-44

Ya está aquí el Esposo, salgan a su encuentro

La inteligencia humana, por muy aguda que sea, no es capaz de descubrir el sentido de la historia. ¿La línea de la historia tiene un punto final o se prolonga eternamente? Que se prolongue sin fin parece repugnar a la razón. Pero, si tiene un punto final, ¿cuál será? Las culturas que no dependen de la Biblia responden a estas interrogantes afirmando que el tiempo es cíclico, es decir, que todo llega a una conflagración universal para partir de nuevo desde cero; y así una infinidad de veces. Por su parte, el ser humano se reencarna esa misma cantidad de veces en esos sucesivos ciclos.

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Si nosotros los cristianos concebimos el tiempo como una línea, que tuvo un principio y se dirige a un punto final, no es porque lo hayamos descubierto con nuestra inteligencia; es porque así está revelado en la Biblia, que, primero, recibió como Palabra de Dios el pueblo de Israel y, luego, confirmado por Jesucristo, también nosotros. En efecto, Jesús declara: «No piensen que he venido a abolir la Ley y los Profetas. No he venido a abolir, sino a dar cumplimiento» (Mt 5,17). Es claro que la Biblia nos revela la existencia de un punto primero, que no tiene otro anterior: «En el principio creó Dios el cielo y la tierra… atardeció y amaneció, día primero…» (Gen 1,1.5). Desde entonces −nadie sabe decir hace cuánto tiempo− se ha desarrollado el universo hasta llegar a la creación del ser humano, que es primer ser consciente y, por tanto, capaz de historia. Desde entonces, el ser humano ha visto sucederse, en nuestro planeta «tierra», el día y la noche sin interrupción. La historia humana comenzó con la creación de su protagonista, el ser humano. ¿Cuál será el fin?

Según la revelación de Jesucristo, la historia humana ya alcanzó su momento culminante: «Cuando se cumplió la plenitud del tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer» (Gal 4,4). Dios mismo se hizo uno de nuestra historia con un nombre humano: Jesús. No hay otro evento histórico comparable a éste. Esta es la primera venida del Hijo de Dios. Sigue definiendo San Pablo la finalidad de esa venida: «Para que nosotros recibieramos la filiación adoptiva», obviamente, respecto de Dios, porque desde entonces nos dirigimos a Él diciendo: «Abbá, Padre» (Gal 4,5.6). El evento que pondrá fin a la historia es la segunda venida del mismo Hijo de Dios hecho hombre, esta vez con poder y gloria. Los apóstoles ya sabían que ese sería el evento final y por eso le preguntan: «Dinos… cuál será la señal de tu venida (parusía) y del fin del mundo» (Mt 24,3).

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De esta venida final habla Jesús en el Evangelio de este I Domingo de Adviento. Este punto de su enseñanza es tan importante que ocupa parte considerable de los Evangelios y Jesús exhorta a menudo, por medio de varias parábolas, a estar siempre vigilantes y «a la espera». A este aspecto del misterio cristiano dedica la Iglesia un tiempo litúrgico fuerte, el Adviento, para que lo tengamos siempre presente.

Dos veces repite Jesús en el Evangelio de este domingo: «Así será la venida (parusía) del Hijo del hombre» (Mt 24,37.39). Respondiendo a la pregunta sobre el «¿cuándo?», Jesús acaba de declarar: «Acerca de aquel día y hora, nadie sabe, ni los ángeles del cielo, ni el Hijo, sino sólo el Padre» (Mt 24,36). Es claro que Él sabe ese día y hora; de hecho, nos dice cómo será. Pero no tiene mandato de su Padre de revelarlo. ¿Cómo será, entonces?

Jesús lo compara con los días de Noé, que está asociado al diluvio: «En los días que precedieron al diluvio, comían, bebían, tomaban mujer o marido, hasta el día en que entró Noé en el arca, y no se dieron cuenta hasta que vino el diluvio y los arrasó a todos». En realidad, esta comparación no puede proceder más que de Jesús. Nadie, excepto Él, habría osado comparar su venida gloriosa con el diluvio. Su venida será el gozo máximo y la salvación definitiva de sus fieles. De hecho, esa venida era el anhelo de los primeros cristianos que solían repetir como una jaculatoria: «Ven, Señor Jesús» (1Cor 16,22). Se compara con el diluvio solamente en la despreocupación de los seres humanos. La despreocupación de nuestro tiempo respecto de la venida final de Jesús se parece mucho −de hecho, es igual− a la del tiempo de Noé respecto del diluvio. Por eso, los sorprendió sin estar preparados y los arrasó. Sólo Noé y los que entraron con él en el arca se salvaron. La comparación de Jesús −como en los días de Noé− debe hacernos reaccionar: ¿Estamos viviendo como queremos que el Señor nos encuentre en su venida final?

Una segunda comparación, más audaz aún, nos presenta Jesús para revelarnos el «cómo»: «Entiendanlo bien: si el dueño de casa supiese a qué hora de la noche iba a venir el ladrón, estaría en vela y no permitiría que le horadasen su casa». La idea de la comparación es que, como no sabe el dueño de casa el momento, debe estar siempre en vela: «También ustedes estén preparados, porque en el momento que no piensen, vendrá el Hijo del hombre». Nuevamente, debemos aclarar que Jesús no compara su venida con la del ladrón. La del ladrón es para robar, destruir y matar; la suya será para darnos la gloria de hijos de Dios y la felicidad eterna, a condición de que nos encuentre velando y esperando su Venida. La comparación con el ladrón la usa Jesús solamente para llamarnos a la vigilancia y a estar preparados para el encuentro con Él.

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La espera de la venida gloriosa de Jesús es la actitud cristiana esencial. Que estemos esperando, con la lámpara encendida, cuando se escuche el grito: «Ya está aquí el Esposo, salgan a su encuentro» (cf. Mt 25,6). Desde las primeras palabras del primer escrito del Nuevo Testamento, la primera carta de San Pablo a los tesalonicenses, la vida cristiana es caracterizada como una espera de Jesucristo: «De los ídolos, ustedes se han convertido a Dios, para servir al Dios vivo y verdadero y para esperar desde los cielos a su Hijo, que Él ha resucitado de los muertos, Jesús, el que nos libra de la ira que vendrá» (1Tes 1,9-10). La ira no es una pasión de Dios −impensable−; la ira es su reacción ante el mal, ante el cual no puede quedar indiferente. Tomando la comparación del mismo Jesús, como ya dijimos, el apóstol, advierte: «Ustedes mismos saben perfectamente que el Día del Señor ha de venir como un ladrón en la noche» (1Tes 5,2). Hay que estar, entonces, vigilantes.

Hay una «venida» intermedia de Jesús, que es la del tiempo presente. Pero ésta es más bien una permanencia que se vive en la fe, conforme a su promesa, antes de dejar la escena de este mundo en su forma visible: «Yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). Antes de que Jesús se haga presente en la Eucaristía, cantamos: «Bendito el que viene en el Nombre del Señor».

+ Felipe Bacarreza Rodríguez

Obispo de Santa María de los Ángeles

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