Domingo 14-A

Mt 11,25-30

Mi yugo es suave y mi carga, ligera

El Evangelio de este domingo está delimitado entre la repetición de la misma frase: «En aquel tiempo…» (Mt 11,25 – 12,1). En el lenguaje bíblico se dice que está «incluido». Es indicio de que es una unidad, que se difundía separada de un contexto preciso. En efecto, Lucas, que transmite la misma alabanza de Jesús a su Padre, la introduce en otro contexto (cf. Lc 10,21-22).

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En primer lugar, debemos observar que, en aquella cláusula introductoria −«En aquel tiempo…»−, para decir «tiempo» el evangelista usa la palabra griega «kairós». Este término no se refiere simplemente al correr del tiempo, porque esto se expresa con el término griego «chronos» (cf. Gal 4,4), ni a un punto de este tiempo, porque eso se expresa con el término griego «hora» (Mt 14,15). «Kairós» es un tiempo que tiene una densidad mayor, porque se refiere a un tiempo en la historia de salvación. Por citar un solo caso, lo usa Marcos en el resumen que hace de la predicación de Jesús: «El kairós se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; conviertanse y crean en el Evangelio» (Mc 1,15; ver Mt 26,18). Lo que va a decir Jesús en ese momento −en ese kairós− tiene, entonces, una dimensión de salvación.

Ese momento es la primera vez en el Evangelio de Mateo en que Jesús se dirige a Dios y lo llama «Padre». Antes de este lugar Él ha hablado muchas veces a los discípulos sobre Dios diciendo: «Vuestro Padre celestial» (Mt 5,16.45.48, etc.) y también se ha referido a Dios diciendo: «Mi Padre celestial» (Mt 7,21). Ha enseñado a sus discípulos a orar así: «Digan: “Padre nuestro, que estás en el cielo…”» (Mt 6,9). Pero nunca hemos asistido a su propia oración. El momento en que lo hace es un «kairós».

«Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra». No hay duda de que Aquel a quien Jesús llama: «Padre» es Dios, porque ningún otro es el Señor del cielo y de la tierra. Corresponde este título sólo a Dios Padre, porque Él es el Creador del cielo y de la tierra, como lo confesamos en el Credo. A Éste, Jesús lo llama «Padre» en una forma que ningún otro puede usar. Y de esta manera, Él revela que Él es el Hijo. No sabemos qué palabra precisa usó Jesús en su lengua aramea. Pero, por el testimonio de otros textos, es probable que lo haya llamado: «Abbá» (Mc 14,36). Este texto nos revela, además, hasta qué punto el cristiano asume el Espíritu de Cristo, que nos concede llamar a Dios como lo llamaba Jesús: «Ustedes han recibido un Espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: “¡Abbá, Padre!”. El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios» (Rom 8,15).

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A esto se refiere Jesús cuando expresa su propia misión: «Nadie conoce al Padre, sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar». El Hijo lo revela con su propia actuación −«el Hijo hace lo que ve hacer al Padre» (Jn 5,19)− y, sobre todo, con el don de su Espíritu, que «clama en nuestros corazones: “Abbá, Padre”» (cf. Gal 4,6).

Este texto es también una importante revelación de Jesús mismo, no sólo como Hijo de Dios, sino como verdadero Dios, Él mismo. Nadie, sino quien es Dios puede decir: «Todo me ha sido entregado por mi Padre». Ese pronombre «todo» incluye lo único que no podría quedar fuera, si esa afirmación ha de ser la verdad, a saber, la divinidad. Si Jesús hubiera recibido de Dios todo lo creado en el cielo y en la tierra, pero no hubiera recibido la divinidad, no habría podido decir: «Todo». El Padre le ha entregado todo, hasta el punto de que el Padre y el Hijo son el mismo y único Dios, son una sola sustancia divina que es poseída totalmente por el Padre y el Hijo. Esto se ve confirmado por la siguiente declaración de Jesús: «Nadie conoce el Padre, sino el Hijo». Pretender conocer a Dios, para el ser humano, es imposible. El Prólogo del IV Evangelio lo dice claramente: «A Dios nadie lo ha visto jamás» (Jn 1,18). Pero no estamos perdidos, porque Jesús abre una excepción que, aparte, obviamente, de su Persona, nos incluye a nosotros: «Conoce al Padre el Hijo y aquel a quien el Hijo lo quiera revelar». Y esa revelación llega a nuestro corazón, como lo afirma San Pablo, por el don del Espíritu Santo, quien también conoce las profundidades de Dios: «Nadie conoce lo íntimo de Dios, sino el Espíritu de Dios» (1Cor 2,11). El Espíritu Santo es ese mismo Dios.

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Ahora entendemos, por qué Jesús reivindica para sí el don del descanso. El descanso del que se trata es el descanso de Dios, la unión con Él. Es el descanso del cual la Escritura dice: «El séptimo día Dios descansó y lo hizo santo» (Gen 2,3). Es el descanso al cual se refiere al Salmo 95, al cual no puede entrar el que tiene el corazón duro: «No endurezcan el corazón… He jurado en mi cólera: “No entrarán en mi descanso”» (Sal 95,8.11). Este es el descanso que da Jesús a los que acuden a Él y aprenden de Él: «Aprendan de mí, que soy manso y humilde de corazón y encontrarán descanso para sus almas». (Nuestro Leccionario, que omite la expresión «descanso del alma» y la traduce por «alivio», impide relacionar el don de Cristo con el descanso de Dios; asimismo cambia la expresión «manso de corazón» por «paciente de corazón», impidiendo relacionar, por oposición, con la dureza del corazón).

«Mi yugo es suave y mi carga es ligera». Jesús se acomoda al modo de hablar de sus oyentes. El concepto de «yugo» sugiera algo pesado y difícil de llevar. Pero es la condición del ser humano sobre la tierra, después del pecado, según la sentencia del Señor: «Con fatiga sacarás del suelo el alimento todos los días de tu vida… Con el sudor de tu rostro comerás el pan…» (Gen 3,17.19). Lo confirma la sentencia sabia del Eclesiástico: «Grandes trabajos han sido creados para todo hombre, un yugo pesado hay sobre los hijos de Adán» (Sir 40,1). Jesús es quien nos salva de esa situación penosa. Él nos concede que, sin dejar de ser «hijos de Adán», llevemos un yugo grato y fácil de cargar. El yugo que Él pone sobre nuestros hombros −su yugo− es un gozo pleno para el ser humano.

+ Felipe Bacarreza Rodríguez

Obispo de Santa María de los Ángeles

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