Domingo de Resurrección A

Mt 28,1-10

Cristo resucitó, el Primogénito de entre los muertos

Todo el orbe cristiano escuchó anoche en la celebración de la Solemne Vigilia Pascual, la voz del ángel, que, a la entrada del sepulcro vacío, dice a María Magdalena y a la otra María: «Sé que buscan a Jesús, el Crucificado. No está aquí. ¡Resucitó!, como lo había dicho». Esa afirmación es el anuncio gozoso de que la muerte ha sido vencida; pero, más importante aún, es la prueba de que el pecado ha sido remitido. ¡El ser humano ha sido liberado de la esclavitud del pecado!

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La muerte no estaba en el plan de Dios, que creó al ser humano «a imagen y semejanza suya» (cf. Gen 1,26.27) y que dio a Adán y Eva el acceso libre al «árbol de la vida». La muerte entró por la desobediencia de Adán que transgredió el único límite que Dios le había puesto: «Del árbol del conocimiento del bien y del mal no comerás» (cf. Gen 2,9.16-17), que equivale a decirle: «Tú eres hombre y no pretenderás ser Dios». Esta prohibición tenía asociada una sentencia: «El día que comas morirás», es decir, será más claro que nunca que no eres Dios, pues nada hay más distinto de Dios que la muerte. Bien resume la historia de la humanidad San Pablo, expresando su verdadero sentido en breves palabras: «Por un hombre entró el pecado en el mundo y, por el pecado, la muerte… así como, por la desobediencia de un solo hombre, todos fueron constituidos pecadores, así también, por la obediencia de uno solo, todos serán constituidos justos» (cf. Rom 5,12.19).

El mandato de Dios: «Tú eres hombre y no pretenderás ser Dios», sigue vigente y su sentencia también. La resurrección de Cristo nos revela que, ahora, para quienes obedecen ese mandato, el capítulo final no es la muerte, sino la resurrección y la vida. Así lo declaró Jesús: «Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá» (Jn 11,25).

El verbo «resucitar» puede ser transitivo o intransitivo. En ambas formas se usa de la resurrección de Cristo. En efecto, por poner un ejemplo, en uno de los discursos kerygmáticos, lo usa San Pedro en forma transitiva, es decir, la acción pasa de un sujeto a un objeto: «Ustedes mataron al Jefe que lleva a la vida; pero Dios lo resucitó de entre los muertos y nosotros somos testigos» (Hech 3,15). Aquí y en otros lugares se afirma: «Dios resucitó a Jesús». Pero en varios otros casos el verbo se usa en forma intransitiva, es decir, la acción queda en el mismo sujeto, como en la voz del ángel: «El Crucificado resucitó, como lo había dicho». En efecto, Jesús había anunciado su muerte, agregando siempre: «El Hijo del hombre… al tercer día resucitará» (cf. Mt 17,22; 20,19).

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Hemos dicho que ambas formas se dicen con verdad sobre Jesús, en cuanto que Él es verdadero Dios y verdadero hombre. En cuanto Dios, Él dice hablando sobre sí mismo: «El Hijo del hombre resucitará» y el ángel constata: «Resucitó». Jesús había declarado a los judíos: «Por eso me ama el Padre, porque doy mi vida, para recobrarla de nuevo. Nadie me la quita; yo la doy por mí mismo. Tengo poder para darla y poder para recobrarla de nuevo» (Jn 10,17-18). Lo exclusivo de Él no es el poder para dar la vida; este poder lo tenemos todos los seres humanos; más aún, este es el mandato que tenemos: «En esto hemos conocido lo que es amor: en que Él dio su vida por nosotros. También nosotros debemos dar la vida por los hermanos» (1Jn 3,16). Lo que es exclusivo de Cristo es el poder de recobrar la vida, de resucitar. Sólo Cristo puede ser el sujeto de este verbo usado en modo intransitivo; sólo Él resucita.

En cuanto hombre, en cambio, Él es resucitado por Dios, y es establecido por Dios como «el Primogénito de entre los muertos» (Col 1,18). Si Él es el Primogénito, los otros hermanos son los demás seres humanos. En efecto, Él «no se avergüenza de llamarlos hermanos… porque, así como los hijos participan de la sangre y de la carne, así también participó Él de las mismas, para aniquilar mediante la muerte al señor de la muerte, es decir, al Diablo, y libertar a cuantos, por temor a la muerte, estaban de por vida sometidos a esclavitud» (Heb 2,11.14-15).

El ángel no sólo dio a las mujeres el anuncio impresionante: «Resucitó», sino también les encomendó la misión de anunciarlo: «Ahora vayan enseguida a decir a sus discípulos: “Resucitó de entre los muertos e irá delante de ustedes a Galilea; allí lo verán”». Este mandato no habría sido suficiente para dar testimonio ante los discípulos; era necesario que ellas mismas vieran a Cristo vivo. Cuando corrían ya a dar el anuncio a sus discípulos: «Jesús les salió al encuentro y les dijo: “¡Alégrense!”. Y ellas, acercándose, se asieron de sus pies y lo adoraron». Un judío tiene como primer mandamiento que Dios es uno y que sólo a Él debe adorar. Con su actitud, ellas confiesan que Jesús es el Señor, que Él es ese Dios único. Como tal, Él, hecho hombre, resucita con su propio poder y Él resucita a los demás: «Yo lo resucitaré en el último día» (Jn 6,44.54).

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Jesús resucitado les dijo: «Alégrense». Esa alegría ya nadie podrá arrebatársela, como Él les había dicho a sus discípulos, después de anunciarles su partida: «Volveré a verlos y se alegrará el corazón de ustedes y la alegría de ustedes nadie se la podrá quitar» (Jn 16,22). Esa alegría es la que puede convencer a los discípulos. Por eso, Jesús les repite la misión que habían recibido del ángel: «Vayan, avisen a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán».

Es consolador observar que ahora Jesús llama a sus discípulos: «Mis hermanos». Él resucitó de entre los muertos como el «Primogénito» de muchos hermanos. Él llama: «Mis hermanos» a quienes serán resucitados con Él. Esa resurrección los cristianos ya la hemos vivido en forma sacramental en el Bautismo: «Por el Bautismo fuimos sepultados con Él en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos…, así también nosotros vivamos una vida nueva… si hemos sido hechos una misma cosa con Él por una muerte semejante a la suya, también lo seremos por una resurrección semejante» (Rom 6,4-5). Esta vida nueva alcanza su plenitud en la Eucaristía: «El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y Yo lo resucitaré el último día» (Jn 6,54). Lo que comemos y bebemos en la Eucaristía es su Cuerpo y su Sangre resucitados y llenos de vida divina −vida eterna− que se nos comunica. De esta manera vivimos desde ahora la vida de «resucitados con Cristo».

+ Felipe Bacarreza Rodríguez

Obispo de Santa María de los Ángeles

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