Domingo 5-A

Mt 5,13-16

En esto es glorificado mi Padre, en que ustedes den mucho fruto

En este Domingo V del tiempo ordinario continuamos la lectura «del Sermón de la montaña, que habíamos comenzado a leer el domingo pasado con las «bienaventuranzas». Seguiremos su lectura dos domingos más antes de comenzar la Cuaresma.

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Jesús continúa su enseñanza proponiendo a los presentes dos analogías: «Ustedes son la sal de la tierra… Ustedes son la luz del mundo». ¿A quiénes compara con la sal y con la luz? Para responder debemos remontar al comienzo del discurso: «Jesús subió a la montaña y, habiéndose sentado, se acercaron a Él sus discípulos y abriendo su boca les enseñaba…» (Mt 5,1-2). Jesús se dirige a sus discípulos, a los mismos que son destinatarios de la última bienaventuranza: «Dichosos ustedes, cuando los insulten y persigan… por causa mía» (cf. Mt 5,11).

Hasta ahora el evangelista nos ha presentado solamente cuatro discípulos de Jesús: Pedro y sus hermanos Andrés, Santiago y su hermano Juan. Cuando Jesús los llamó, ellos «dejándolo todo lo siguieron». Como hemos dicho en otra ocasión, en ese contexto la relación del discípulo con el maestro no consistía en sentarse en un aula a escuchar la lección de un profesor; en ese tiempo los discípulos «seguían al maestro» y él les enseñaba con el ejemplo de su vida: «Aprendan de mí, que soy  manso y humilde de corazón… les he dado ejemplo, para que, como he hecho Yo, hagan también ustedes» (Mt 11,29; Jn 13,15). El evangelista insinúa que el círculo de los discípulos de Jesús era mayor afirmando, antes de comenzar el sermón de la montaña: «Seguía a Jesús una gran multitud de Galilea, Decápolis, Jerusalén y Judea, y del otro lado del Jordán» (Mt 4,25).

«Ustedes son la sal de la tierra». Sabemos que la sal, cuando se introduce en un alimento en pequeña cantidad, sazona todo; le da un sabor, que no es dulce, ni amargo, ni ácido, sino su sabor propio: salado. Con esta comparación Jesús encomienda a sus discípulos una misión que cubre toda la tierra y que consiste en darle el sabor de Él, es decir, enseñar a todos los hombres y mujeres a reproducir la misma vida de Jesús. Y esto deben hacerlo con el testimonio de su vida, siendo ellos mismos maestros a quienes imitar: «Vayan y hagan discípulos de todos los pueblos, enseñándoles a guardar todo lo que Yo les he mandado» (Mt 28,19.20). «Enseñar a guardar» algo es imposible, si no lo guarda el maestro. Sal de la tierra eran los primeros discípulos que no dejaban de sazonarlo todo con el testimonio de una vida semejante a la de Cristo, hasta el punto de recibir el glorioso nombre de «cristianos»: «Estuvieron juntos (Bernabé y Saulo en Antioquía) durante un año entero en la Iglesia y enseñaron a una gran muchedumbre. En Antioquía fue donde, por primera vez, los discípulos recibieron el nombre de “cristianos”» (Hech 11,26). Sal de la tierra es San Pablo, que sigue exhortando a todos: «Sean imitadores míos, como yo lo soy de Cristo» (1Cor 11,1).

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«Ustedes son la luz del mundo». Esta es la segunda analogía que aplica Jesús a sus discípulos. Esta había sido aplicada por el evangelista, en primer lugar, al mismo Jesús. En efecto, cuando informa que comenzó su ministerio en Galilea ve en eso el cumplimiento de una profecía que se refería a esa región: «El pueblo que habitaba en tinieblas ha visto una gran luz; a los que habitaban en paraje de sombras de muerte una luz les ha amanecido» (Mt 4,16).

Con esta segunda analogía, Jesús invita a sus discípulos a compartir con Él dos aspectos esenciales de su propia Persona. La primera es precisamente la de ser «luz del mundo». En efecto, ésta la aplica Jesús, en primer lugar, a sí mismo, cuando declara: «Yo soy la luz del mundo» (Jn 8,12), condición que corresponde a Él como Dios verdadero: «Dios es Luz, en Él no hay tiniebla alguna» (1Jn 1,5). ¡Gran responsabilidad la del cristiano! El segundo aspecto de su Persona que comparte Jesús con sus discípulos por medio de esta analogía es la de ser «hijo de Dios». Es la primera vez en este Evangelio que insinúa Jesús esta verdad que será un punto central de su enseñanza. Ya ha sido revelado que Jesús es «el Hijo amado de Dios», cuando con ocasión de su bautismo, lo declaró la voz del cielo: «Este es mi Hijo, el Amado, en quien me complazco» (Mt 3,17). Pero ahora lo dice Jesús de sus discípulos, los que cumplen su misión de ser luz: «Brille le luz de ustedes ante los hombres… para que glorifiquen al Padre de ustedes (vuestro Padre) que está en el cielo». Es un antecedente de lo que enseñará en este mismo sermón sobre la oración: «Cuando oren, digan: “Padre nuestro, que estás en el cielo…”». El discípulo está llamado a ser luz, reproduciendo en sí mismo la imagen del Hijo: «Dios los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que fuera Él el primogénito entre muchos hermanos» (Rom 8,29).

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Es, sin embargo, muy preocupante que, al exponer Jesús estas dos analogías, Él se pone en el caso de que sus discípulos no las cumplan y hace una seria advertencia a los que se encuentran en ese caso: «Si la sal se desvirtúa, ¿con qué se la salará?». La respuesta es: «Con nada», porque es imposible que alguien ponga sal a lo que era sal. Por eso, Jesús concluye: «Para nada sirve ya, sino para ser arrojada fuera y ser pisoteada por los hombres». Es la sentencia de Jesús para aquellos que se llaman «cristianos», pero se abstienen de dar cualquier testimonio a favor de Cristo y están siempre de acuerdo con lo que opina la mayoría, lo que hoy se llama «políticamente correcto», que suele oponerse a la verdad enseñada por Cristo.

En el mismo caso se pone Jesús cuando expone la analogía de la luz. Al contrario de la sal, la luz no puede dejar de iluminar. Pero puede ocultarse: «No se enciende una luz para ponerla debajo de un cajón, sino sobre un candelero, para que alumbre a todos los que están en la casa». Es el caso de los que se llaman «cristianos», pero en nada se nota que lo son. Son, por tanto, una luz que, contraria a su propia condición, no ilumina. Jesús llama a manifestar la condición de cristianos, viviendo conforme a la Luz e iluminando a los demás. Nadie ha recibido el don de la Verdad para gozarlo sólo para sí. La verdad nos ha sido revelada para comunicarla a los demás, con el testimonio de una vida conforme a la de Cristo: «Brille la luz de ustedes ante los hombres, para que, viendo las buenas obras de ustedes, glorifiquen al Padre de ustedes que está en el cielo».

El Evangelio de este domingo nos invita a examinar nuestra vida para cerciorarnos de que, con nuestro testimonio y con nuestra palabra, estamos procurado la gloria de nuestro Padre celestial: «En esto es glorificado mi Padre, en que ustedes den mucho fruto, y sean discípulos míos» (Jn .

+ Felipe Bacarreza Rodríguez

Obispo de Santa María de los Ángeles

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