Domingo 4-A

Mt 4,25−5,12

Bienaventurados ustedes

En las primeras palabras de los Hechos de los Apóstoles, que es el Tomo II de su obra,  Lucas se refiere a su Evangelio, escribiendo a su destinatario: «El primer libro lo escribí, Teófilo, sobre todo lo que Jesús hizo y enseñó» (Hech 1,1). Si Mateo hubiera tenido que hacer el mismo resumen de su Evangelio habría cambiado el orden: «Todo lo que Jesús enseñó e hizo». En efecto, el Evangelio de Mateo es el que tiene más material didáctico y ese material está organizado en cinco discursos bien delimitados, cada uno de ellos seguido por material narrativo.

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En este Domingo IV del tiempo ordinario comenzamos a leer el primero de esos discursos, conocido como el «Sermón de la montaña», por el escenario descrito por el evangelista: «Lo siguió una gran muchedumbre… Viendo Jesús la muchedumbre, subió a la montaña, se sentó, y sus discípulos se le acercaron. Y abriendo su boca, les enseñaba diciendo: “Bienaventurados los pobres de espíritu…”». El discurso se prolonga por tres capítulos −desde 5,3 hasta 7,27− y su conclusión es clara: «Sucedió que, cuando acabó Jesús estas palabras, la muchedumbre estaba asombrada de su enseñanza, porque les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como sus escribas» (Mt 7,28-29). Como decíamos, sigue una sección narrativa, consistente en una serie de milagros: «Bajando Él de la montaña, lo siguió una gran muchedumbre. En esto, acercándose un leproso, se postró ante Él diciendo…» (Mt 8,1-2).

El Sermón de la montaña comienza con una serie de ocho bienaventuranzas expresadas con la fórmula: «Bienaventurados los que… porque ellos…», seguidas por una novena dirigida a los presentes: «Bienaventurados ustedes, cuando los injurien y los persigan… porque la recompensa de ustedes…». Por otro lado, la primera y la octava tienen asociadas la misma recompensa: «De ellos es el Reino de los cielos». Podemos concluir, entonces, que las primeras ocho constituyen una unidad.

La bienaventuranza es una fórmula bastante usada en la Escritura. Sin ir más lejos, todo el Salterio comienza con una bienaventuranza: «Dichoso el hombre… cuyo deleite está en la Ley del Señor y su Ley medita día y noche» (Sal 1,1.2). La fórmula comienza con el plural del sustantivo hebreo «esher», que significa «felicidad». La traducción literal sería: « ¡Ah, las felicidades del hombre que…!». La bienaventuranza tiene que ser seguida por el motivo de tanta dicha: «Es como un árbol plantado junto a corrientes de agua, que da a su tiempo el fruto, y jamás se amustia su follaje; todo lo que hace le sale bien» (Sal 1,3). Esta bienaventuranza es programática de todo el Salterio. Lo mismo quiere hacer Jesús comenzando su enseñanza con una serie de bienaventuranzas. La más importante, que en cierto modo las incluye todas, es la primera.

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La felicidad es algo que todo ser humano anhela. En esto hay acuerdo total; nadie disiente. Las diferencias comienzan cuando se debe decir en qué consiste esa felicidad y qué es lo que se debe hacer para alcanzarla. El cristiano, como todo otro ser humano, también anhela la felicidad. Pero alguien puede definirse como «cristiano», solamente si cree que el modo de alcanzarla es el que indica Jesús, en otras palabras, si cree que Jesús es la Verdad. Y Jesús lo enseña claramente en las bienaventuranzas. Él exclama: « ¡Ah, las felicidades de los pobres… de los mansos… de los que lloran…!». Tal vez en ningún punto de su enseñanza queda más en evidencia la discrepancia del mundo, que, en cambio, parece contradecir: «¡Ah, las desdichas de los pobres…». ¿Quién tiene razón, Jesús o el mundo? ¿Quién es la Verdad?

La verdad en la Biblia no tiene que ver, en primer lugar, con una fórmula intelectual; tiene que ver con la firmeza y la fidelidad. De hecho, con la misma palabra se dice «verdad» y «fidelidad». Alguien puede expresar una verdad, por ejemplo: «Bienaventurados los pobres…», pero no es aún verdad, si no funda en eso su vida, es decir, si no opta por la pobreza, con la absoluta convicción de que esa palabra de Cristo es fiel y no será defraudado. Así es la palabra de Cristo: «El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán» (Mt 24,35). Si fundamos nuestra vida en cualquier otro quedaremos defraudados.

«Dichosos los pobres de espíritu». En el lugar paralelo, Lucas dice simplemente: «Bienaventurados los pobres, porque de ustedes es el Reino de Dios» (Lc 6,20). ¿La cualificación «pobres de espíritu» es una mitigación? ¡No, es una acentuación! El pobre de espíritu es pobre porque ama la pobreza y opta por ella, tenga o no tenga riquezas de este mundo. Si no tiene riquezas de este mundo, el pobre de espíritu es feliz de carecer de ellas e imitar así la vida del Hijo de Dios en este mundo, que no tenía dónde reclinar su cabeza (cf. Mt 8,20); si, en cambio, tiene riquezas de este mundo, usa de ellas no en beneficio y regalo propio, sino para hacer el bien a los demás. Y, si Dios le pide dejarlas, las deja inmediatamente, como desprendiéndose de un obstáculo. No era «pobre de espíritu» aquel joven a quien Jesús dijo: «Anda, vende todo lo que tienes y dáselo a los pobres… Luego, ven y sígueme» (cf. Mt 19,21); no era pobre de espíritu aquel rico que «vestía de púrpura y lino, y celebraba todos los días espléndidas fiestas» (Lc 16,19). No podía ser dichoso ese rico, porque «todos los días» eran, en realidad, pocos días y lo esperaba una eternidad de tormentos: «Murió el rico y fue sepultado… en el infierno, entre tormentos…» (cf. Lc 16,22.23). Eran pobres de espíritu los apóstoles que siguieron a Jesús, como lo expresa San Pedro: «Nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido» (Mt 19,27).

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La recompensa para los pobres de espíritu es que ellos poseerán el Reino de los cielos, es decir, el Bien infinito y eterno, el único que puede saciar el anhelo de felicidad que tiene todo ser humano. Este Bien contiene todos los demás: Si ha sido de los que lloran, será consolado; si ha sido manso, poseerá la tierra (se entiende la tierra prometida, la que mana leche y miel); si ha tenido hambre y sed de justicia, será saciado; si ha sido misericordioso, alcanzará misericordia; si ha sido limpio de corazón, verá a Dios; si ha obrado la paz, será llamado hijo de Dios; si ha sido perseguido por causa de la justicia, poseerá el Reino de los cielos.

Jesús agrega una última bienaventuranza, que se dirige a los presentes: «Bienaventurados ustedes cuando los injurien, y los persigan y digan con mentira toda clase de mal contra ustedes, por causa mía. Alégrense y regocíjense, porque la recompensa de ustedes será grande en el cielo». La promesa para los que sufren persecución por causa de Cristo es el cielo. Pero no hay que esperar a la otra vida para gozar de la felicidad que Jesús asegura. Esa felicidad comienza aquí y alcanza su plenitud en el cielo. Leemos en los Hechos de los Apóstoles que, cuando ellos fueron azotados por causa de Cristo «salieron del Sanedrín contentos por haber sido considerados dignos de sufrir ultrajes por el Nombre» (Hech 5,41). Y los mártires, para desconcierto de sus verdugos, iban en el circo al encuentro de las fieras cantando, con un gozo que no es de este mundo. Esa es la dicha a la cual se refiere Jesús. Comienza aquí y alcanza su plenitud en el cielo.

                                                                                + Felipe Bacarreza Rodríguez

                                                                       Obispo de Santa María de los Ángeles

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