Domingo 21−C

Lc 13,22-30

Ustedes han sido salvados por gracia mediante la fe… Esto es un don de Dios

El episodio que leemos en el Evangelio de este Domingo XXI del tiempo ordinario se une a lo anterior por medio de una afirmación general: «(Jesús) atravesaba ciudades y pueblos enseñando y viajando hacia Jerusalén». Se trata de esas ciudades y pueblos a los que había enviado por delante a preparar su paso a los 72 discípulos: «Designó el Señor a otros 72, y los envió de dos en dos delante de sí, a todas las ciudades y lugares a donde Él había de ir» (Lc 10,1).

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Lo que Jesús hacía era «enseñar». Se entiende, entonces que alguien, en uno de esos lugares, le haga una pregunta: «Uno le dijo: “Señor, ¿son pocos los que son salvados?”». Por el contenido de la pregunta deducimos el tema de la enseñanza de Jesús, algo que, por lo demás, nosotros sabemos bien, porque es lo que leemos en los Evangelios. Jesús vino al mundo para conceder al ser humano la salvación, como Él mismo lo declara: «Tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo unigénito… para que el mundo sea salvado por Él» (Jn 3,16.17).

Jesús estaba hablando, entonces, sobre el modo de gozar de la salvación. Así se entiende también que un hombre rico le pregunte, en otra ocasión: «Maestro bueno, ¿qué he de hacer para tener en herencia vida eterna?» (Lc 18,18). Lo que ese hombre quiere alcanzar es la salvación, que él con razón llama «vida eterna», es decir, una vida de felicidad colmada y sin fin. En esa ocasión, después de que ese hombre, esclavizado por sus riquezas, rehusó hacer lo que Jesús le dijo, a la pregunta de sus discípulos: «¿Quién podrá ser salvado?», Jesús respondió: «Lo que es imposible para los hombres es posible para Dios» (Lc 18,26). Más claro lo establece Mateo en el lugar paralelo: «Para los hombres eso es imposible» (Mt 19,26). La salvación, que consiste en la vida eterna, es imposible para los hombres; es un don gratuito de Dios; sólo Dios puede obrarla en el ser humano.

Ya que estamos en este tema, motivados por la pregunta que alguien hizo a Jesús, respondamos con San Pablo en una de las cartas de su madurez: «Dios, rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, estando nosotros muertos, a causa de nuestros delitos, nos vivificó, junto con Cristo −por gracia ustedes han sido salvados− y con Él nos resucitó y nos hizo sentar en el cielo, en Cristo Jesús, a fin de mostrar en los siglos venideros la sobreabundante riqueza de su gracia, por su bondad para con nosotros en Cristo Jesús. Pues ustedes han sido salvados por gracia mediante la fe; y esto no viene de ustedes, sino que es un don de Dios» (Efesios 2,4-8). El verbo «salvar» en el Evangelio, cuando el sujeto es el ser humano, se usa siempre en modo pasivo. El ser humano es salvado, no se salva a sí mismo.

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Sobre esto enseñaba Jesús. Pero la pregunta no se refiere al modo, sino a algo más periférico; se refiere al número de los que son salvados. Y está hecha como «pauteando» a Jesús, esperando ser contradicho por Él: «¿Son pocos los que son salvados?». Jesús responde usando una metáfora: a la vida eterna se entra como por una puerta, que es estrecha. Y agrega: «Luchen por entrar por la puerta estrecha, porque, les digo, muchos pretenderán entrar y no podrán». A nosotros no nos interesa saber si los que son salvados son pocos o muchos. Nos preocupa la advertencia de Jesús: son muchos los que querrán entrar y no podrán. En realidad, los que querrán entrar son todos −no ha nacido el ser humano que no quiera gozar de la felicidad plena y eterna−, pero ¡muchos no podrán! ¿De qué depende? De la aceptación o rechazo de Jesús y de su Palabra. Repitamoslo: «Tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo unigénito, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3,16).

San Pablo habla de una «fuerza de salvación», que Dios ha puesto en nuestras manos: «No me avergüenzo del Evangelio, que es una fuerza de Dios, para salvación de todo el que cree» (Rom 1,16). Nosotros no podemos decir si son pocos o muchos los que son salvados. Pero podemos mirar a nuestro alrededor, en nuestra sociedad, en las leyes que queremos darnos, en nuestras instituciones y discernir cuán presente está allí la «fuerza de salvación». Por ir a la «carta magna», la propuesta de Constitución que la ciudadanía deberá aprobar o rechazar, nunca aparece en ella −en sus 178 páginas− la palabra «Evangelio», ni Cristo, ni salvación. La implicancia de ese articulado de leyes es que el ser humano se salva a sí mismo. Jesús, en cambio, dijo: «Para el hombre es imposible».

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Después de comparar la salvación con la entrada por una puerta estrecha, Jesús declara la irrevocabilidad de la sentencia final: «Cuando el dueño de la casa se levante y cierre la puerta, los que estén fuera se pondrán a llamar a la puerta, diciendo: “¡Señor, ábrenos!”. Y les responderá: “No sé ustedes de dónde son”». En la parábola que Jesús usa, lo que quedaron fuera argüirán su condición de judíos, incluso su cercanía con ese dueño de casa: «Hemos comido y bebido contigo, y has enseñado en nuestras plazas». Jesús propone esa enseñanza en la plaza de uno de esos pueblos. Para los que estaban allí será, por tanto, verdad: «Has enseñado en nuestras plazas». Pero la procedencia −en este caso, del pueblo judío− no les valdrá: «Les volverá a decir: “No sé ustedes de dónde son. ¡Retirense de mí, todos los obradores de injusticia!”». Jesús es al Salvador de todo el mundo. Por eso, declara que la procedencia no tendrá relevancia: «Vendrán de oriente y occidente, del norte y del sur, y se pondrán a la mesa en el Reino de Dios».

La diferencia entre los que entran y los que quedan fuera la establece Jesús por medio de imágenes muy expresivas: afuera «será el llanto y el rechinar de dientes», profunda amargura y rabia; en cambio, adentro «se pondrán a la mesa en el Reino de Dios». Es la imagen del banquete de la plena felicidad junto a Dios para siempre. La diferencia depende de la aceptación de Jesús como el Hijo de Dios hecho hombre y de su doctrina, sobre todo, de su mandamiento del amor, como norma de vida.

+ Felipe Bacarreza Rodríguez

Obispo de Santa María de los Ángeles

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