Nuestra Sra. del Carmen

Jn 19,25-27

Nos alegramos de tener a la Virgen del Carmen como Madre

Este domingo se celebra en la Iglesia el Domingo XV del tiempo ordinario. Pero cae el 16 de julio, el mismo día en que la Virgen María, en el año 1251, se apareció a San Simón Stock, Superior General de la Orden del Monte Carmelo, y le entregó el escapulario. Desde entonces, se celebra el 16 de julio la fiesta de Nuestra Señora del Carmen. Dado que la Madre de Dios, bajo esta advocación, ha estado unida a nuestra patria desde sus inicios, presente en todos los grandes eventos de nuestra historia, en el año 1923, la Santa Sede la declaró «Patrona de Chile» y concedió a nuestro país poder celebrar su fiesta litúrgica con rango de Solemnidad. Por eso, no obstante ser el «día del Señor», celebramos este domingo en nuestra patria a la Madre de Dios, bajo esa advocación tan querida para todos los chilenos.

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El 16 de julio fue declarado «feriado» en Chile por la ley 20.148, publicada en el Diario Oficial el 6 de enero de 2007, para que todos los ciudadanos puedan celebrar a la Virgen del Carmen, participando en los actos religiosos en su honor, en modo especial en la Santa Misa. Pero en los años sucesivos, cuando el 16 de julio ha caído en día martes, miércoles o jueves, el feriado se ha trasladado al lunes anterior para proveer un «fin de semana largo». De esta manera, el homenaje a la Madre de Dios, que nuestra patria le brindaba en su día, se ha perdido y la finalidad del feriado cambió, de religioso a económico turístico. Es un feriado arbitrario, que viola lo declarado por la ley, que dice en su Art. § 1: «Declárase feriado el día 16 de julio de cada año, en que se celebra y honra a la Virgen del Carmen…». El texto de la ley agrega: «Promúlguese y llévese a efecto como Ley de la República».

Este año, dado que el 16 de julio es domingo, tenemos la posibilidad de honrar a la Madre de Dios y agradecerle todos los beneficios que ha concedido a nuestra patria. El Evangelio que se proclama este domingo en nuestros templos nos revela el motivo por el cual tenemos una deuda de gratitud y amor a la Virgen María.

El IV Evangelio nos presenta el momento culminante de la misión de Jesús, el momento de su muerte en la cruz. Ante esa muerte, la más cruel que pudo idear el ser humano, Jesús había dicho: «“Ahora mi alma está turbada. Y ¿que voy a decir? ¿Padre, líbrame de esta hora? Pero ¡si he venido a esta hora para esto! Padre, glorifica tu Nombre… Y Yo, cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí”. Decía esto para significar de qué muerte iba a morir» (Jn 12,27-28a.32-33). El evangelista nos presenta esa «hora» de Jesús para la cual ha venido, la hora en que fue levantado de la tierra, y nos dice quiénes son los que han sido atraídos hacia Él en esa circunstancia.

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«Estaban junto a la cruz de Jesús su madre y la hermana de su madre, María la de Clopás y María la Magdalena». La tradición las ha llamado «las tres Marías». Pero, en realidad, el evangelista no nos dice el nombre de una de ellas, de la madre de Jesús; no lo dice aquí ni en ninguna otra parte de su Evangelio, de manera que, si sólo dispusieramos de este Evangelio, no tendríamos cómo saber el nombre de la Madre de Jesús. Lo hace así, porque no quiere que algo distraiga de su condición de «madre de Jesús» (ver Jn 2,1.5.12; 6,42. Comparar con Hech 1,14). Lo hace así, porque quiere que nosotros entendamos que en ella se cumple la primera promesa de salvación, después del pecado de Adán, cuando Dios dijo a la serpiente: «Pondré enemistad entre ti y la mujer, entre tu descendencia y la suya. Ésta −la descendencia de la mujer− te pisoteará la cabeza» (Gen 3,15). «Pisotear la cabeza» era el gesto del vencedor; lo realizó Jesús con su muerte en la cruz, como lo había anunciado indicando esta hora: «Ahora es el juicio de este mundo; ahora el Príncipe de este mundo será echado fuera» (Jn 12,31). Él, Jesús, es la «descendencia de la mujer», porque Él vence a Satanás, la Serpiente antigua (cf. Apoc 12,9). Pero, ahora, en el momento supremo previo a su muerte en la cruz, Él va a ampliar el número de los que se llaman «descendencia de la mujer», concediendo esta condición a todos sus discípulos.

«Jesús, viendo a su madre y junto a ella al discípulo a quien amaba, dice a su madre: “Mujer, ahí tienes a tu hijo”. Luego, dice al discípulo: “Ahí tienes a tu madre”». ¿Le concede esta condición a uno solo, y más aún a uno cuyo nombre no conocemos? El discípulo amado aparece en otras partes importantes de este Evangelio, pero nunca se nos dice su nombre. La tradición lo ha identificado con el Apóstol Juan y Juan ciertamente era un discípulo amado de Jesús. Pero la intención que tiene el evangelista para no darle un nombre preciso es la de destacar en él su condición de «discípulo amado», que también pueden recibir otros, muchos otros. Este discípulo está al pie de la cruz, cumpliendo así una de las condiciones que Jesús había indicado: «El que no cargue con su cruz y venga detrás de mí, no puede ser discípulo mío» (Lc 14,27). ¡Él es discípulo, y amado! Pero ahora Jesús va a definir otra condición esencial del discípulo suyo: tiene que haber recibido a la madre de Jesús como madre suya. En otras palabras, dado que la madre de Jesús es aquella mujer de quien nacería el que pisa la cabeza de la Serpiente, el discípulo amado entra a formar parte de «la descendencia de la mujer» y, por tanto, le compete tener una enemistad irreconciliable con la Serpiente y unirse al triunfo sobre ella: «La descendencia de la mujer −los que la han recibido a ella como madre− pisoteará la cabeza de la Serpiente».

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Jesús no impone nada a sus discípulos, aunque sea un don tan grande y gozoso como su misma madre. Por eso, el evangelista expresa la aceptación del discípulo con estas palabras: «Desde aquella hora el discípulo la acogió como propia». Acoger a la Madre de Jesús como propia madre es lo que nos define como «discípulos amados» de Jesús. Pero, como hemos dicho, esto entraña un compromiso radical, el compromiso de la descendencia de la mujer, a saber, enemistad irreconciliable con Satanás y todas sus obras de muerte, violencia, mentira, egoísmo, lujuria… Por eso, desde los primeros cristianos, cuando ellos recibían el Bautismo (en esos primeros siglos estamos hablando de toda la iniciación cristiana, que no se distinguía en tres Sacramentos), vueltos hacia el occidente, donde muere la luz, declaraban solemnemente: «Renuncio a Satanás y a todas sus obras y engaños». Luego, vueltos hacia el oriente, donde nace la luz, confesaban su fe en Cristo.

En todos los templos de nuestra patria se escuchará el domingo esta oración: «Dios omnipotente, estos hijos tuyos nos alegramos de tener como Protectora a la Santísima Virgen del Carmen, Madre y Reina de esta Patria nuestra». Ya sabemos lo que significa acogerla como Madre nuestra. Anhelamos que nuestra patria cumpla verdaderamente con esta vocación de hijos suyos.

+ Felipe Bacarreza Rodríguez

Obispo de Santa María de los Ángeles

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