Domingo 26-A
Mt 21,28-32
He aquí que vengo a hacer, oh Dios, tu voluntad
El Evangelio de este Domingo XXVI del tiempo ordinario nos presenta una breve parábola de Jesús, que Él pronunció en el templo de Jerusalén, mientras enseñaba, rodeado por la multitud. Sabemos que las parábolas fueron un medio de enseñanza usado por Jesús, que se caracteriza por exponer un caso de la vida real que involucra al auditorio, obligandolo a tomar partido, para luego deducir una consecuencia con respecto a la verdad que se quiere transmitir. Para captar el objetivo de una parábola es necesario conocer el contexto en que fue pronunciada y, sobre todo, el auditorio.
Entre el domingo pasado y este domingo el Evangelio de Mateo, que leemos en forma continuada en este ciclo A de lecturas, ha avanzado bastante. En efecto, Jesús ya ha hecho su entrada en la ciudad santa aclamado por la multitud como el Hijo de David y como «el profeta Jesús de Nazaret» (cf. Mt 21,11), ha echado fuera del templo a los cambistas y vendedores de palomas y ha curado allí a algunos ciegos y cojos que se le habían acercado. Pero había encontrado también oposición: «Los sumos sacerdotes y los escribas, al ver los milagros que había hecho y a los niños que gritaban en el Templo: “¡Hosanna al Hijo de David!”, se indignaron» (Mt 21,15). Ese primer día Jesús se retiró a Betania donde pasó la noche. Al día siguiente, de madrugada, Jesús estaba nuevamente en el templo enseñando. Entonces, «mientras enseñaba se le acercaron los sumos sacerdotes y los ancianos del pueblo diciendo: “¿Con qué autoridad haces esto? ¿Y quién te ha dado tal autoridad?”» (Mt 21,23). Sumos sacerdotes y ancianos del pueblo eran los que tenían la autoridad religiosa. Se sienten amenazados porque, precisamente, lo que más impactaba a la gente sobre la enseñanza de Jesús era su autoridad: «La gente quedaba asombrada de su enseñanza; porque les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como sus escribas» (Mt 7,29).
Para responder a esa pregunta Jesús exige tomar posición respecto de Juan el Bautista, revelando así la admiración que siente por él y reafirmando la fidelidad de Juan a su misión de preparar el camino del Señor. Ambos se conocen y sintonizan desde el seno materno. La importancia de Juan Bautista para la aceptación de Jesús se deduce de esta afirmación del Prólogo del IV Evangelio: «Hubo un hombre, enviado por Dios, su nombre era Juan. Éste vino para un testimonio, para dar testimonio de la Luz, para que todos creyeran por él. No era él la Luz, sino quien debía dar testimonio de la Luz» (Jn 1,6-8). Todos debían creer en Jesús, que es la «Luz del mundo» (cf. Jn 8,12) por el testimonio de Juan. Por eso, Jesús responde a los sumos sacerdotes y ancianos, diciendo: «También Yo les voy a hacer una pregunta; si me responden a ella, Yo les diré a mi vez con qué autoridad hago esto. El bautismo de Juan, ¿de dónde era, del cielo o de los hombres?» (Mt 21,24-25). Juan ya había sido hecho decapitar por Herodes en medio de una fiesta mundana y lasciva (cf. Mt 14,6-11), en la cual probablemente estaban presentes algunos de esos sumos sacerdotes y ancianos. Refiriendose a Juan, Jesús había dicho a sus discípulos: «“Elías ya vino, pero no lo reconocieron, sino que hicieron con él cuanto quisieron” … Los discípulos comprendieron que se refería a Juan el Bautista» (Mt 17,12.13). Esos sumos sacerdotes y ancianos no habían creído que el bautismo de Juan fuera del cielo; pero no se atrevieron a decir que era de los hombres por temor a la gente, que veneraba a Juan como un profeta y respondieron: «No sabemos». Entonces, Jesús replicó: «Tampoco yo os digo con qué autoridad hago esto» (Mt 21,27).
En este contexto, ante la gente que lo rodeaba y los sumos sacerdotes y ancianos, Jesús expone la parábola que leemos en el Evangelio de hoy que comienza con una pregunta dirigida a todos: «¿Qué les parece?». Y expone el caso de un padre que tiene dos hijos a quienes envió a la viña a trabajar; el primero respondió: «No quiero»; pero después se arrepintió y fue; el segundo respondió: «Voy»; pero después no fue. Jesús repite la pregunta: «¿Cuál de los dos hizo la voluntad del padre?». Todos se ven obligados a responder: «El primero». Entonces, Jesús hace esta aplicación de esa respuesta dirigiendose a los sumos sacerdotes y ancianos del pueblo: «En verdad les digo que los publicanos y las prostitutas llegan antes que ustedes al Reino de Dios. Porque vino a ustedes Juan por camino de justicia, y ustedes no creyeron en él, mientras que los publicanos y las prostitutas creyeron en él. Y ustedes, ni viendolo, se arrepintieron después, para creer en él».
Como hemos dicho, los sumos sacerdotes y los ancianos del pueblo, que eran las autoridades religiosas en Israel nada hicieron para impedir que Juan fuera encarcelado por Herodes, ni le reprocharon que lo hiciera decapitar y presentar su cabeza en una bandeja como recompensa por un baile. De esta manera los que figuran como garantes del cumplimiento de la voluntad de Dios −los que dicen: «Sí, Señor»− rechazaron al «hombre enviado por Dios» y, luego, nunca se arrepintieron, ni siquiera en ese momento en que Jesús les pregunta sobre el bautismo de Juan. En cambio, los publicanos y las prostitutas, que conducían una vida contraria a la voluntad de Dios −los que dicen a Dios: «No voy»−, escuchando a Juan, se arrepintieron y creyeron en él. Leemos en el evangelio que vinieron donde Juan también publicanos y le preguntaron: «Nosotros, ¿qué tenemos que hacer?» (cf. Lc 3,12-13).
En uno y otro caso, Jesús acentúa el arrepentimiento, la conversión, que es necesaria a todos para asumir siempre más plenamente la voluntad de Dios. Respecto de los sumos sacerdotes y ancianos del pueblo, no les reprocha haber rechazado a Juan; les reprocha no haberse arrepentido después y no creer en su bautismo en ese momento. Respecto de los publicanos y prostitutas, ellos son como el primer hijo, que primero se negó a cumplir la voluntad del padre, pero luego se arrepintió y la cumplió.
El Evangelio de este domingo nos invita a estar atentos a la voluntad de Dios, que se nos presenta en su Palabra, en la enseñanza de la Iglesia y en las circunstancias de la vida, y responder siempre con una vida coherente: «Sí, Señor». Así respondió la Virgen María: «Hagase en mí según tu Palabra» (Lc 1,38). Así respondió, sobre todo, el mismo Jesús, como lo expresa la carta a los Hebreos: «Al entrar en este mundo, dice: “Sacrificio y oblación no quisiste; pero me has formado un cuerpo… Entonces dije: ¡He aquí que vengo … a hacer, oh Dios, tu voluntad!”» (Heb 10,5.7).
+ Felipe Bacarreza Rodríguez
Obispo de Santa María de los Ángeles
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