Lc 10,1-12.17-20

Rueguen al Dueño de la míes que envíe obreros

Lucas relata en el capítulo VI de su Evangelio el momento en que Jesús, después de pasar una noche en oración en el monte, eligió a los Doce: «Cuando se hizo de día, llamó a sus discípulos, y eligió doce de entre ellos, a los que llamó también “apóstoles”: a Simón, a quien llamó Pedro, y a su hermano Andrés; a Santiago y Juan, a Felipe y Bartolomé, a Mateo y Tomás, a Santiago de Alfeo y Simón, llamado Zelotes; a Judas de Santiago, y a Judas Iscariote, que llegó a ser un traidor» (Lc 6,13-16). El Evangelio detalla el nombre de cada uno de ellos, cosa que indica su importancia. Pero Jesús les agrega un nombre: «Los llamó también “apóstoles”». Por eso, la Iglesia los llama: «Apóstol Pedro, apóstol Juan, etc.”. El número doce proviene del número de las tribus de Israel y es fijo. Lucas nos informa que, cuando Judas traicionó a Jesús y se quitó la vida, fue necesario que otro ocupara el lugar «de este servicio y apostolado» para completar el número. De éste también conocemos el nombre: «La suerte cayó sobre Matías, que fue agregado al número de los doce apóstoles» (Hech 1,25.26). Lucas reserva el nombre de «apóstol» a los Doce.

El Evangelio de este Domingo XIV del tiempo ordinario se ubica, a continuación del que leíamos el domingo pasado, cuando Jesús está comenzando su viaje a Jerusalén: «El Señor designó a otros 72, y los envió, de dos en dos, delante de sí, a todas las ciudades y lugares a donde iba a ir Él». De esta noticia podemos deducir que se trata de un viaje bien planificado en el cual Jesús identifica 36 lugares donde iba a detenerse para anunciar su Palabra. A todos estos lugares sus enviados debían precederlo para convocar a la gente y preparar un encuentro con Jesús. ¿Cómo tienen que anunciarlo, en qué términos tienen que referirse a Él, para decir que ya viene? Jesús les dice cómo referirse a Él; tienen que decir: «El Reino de Dios está cerca». Así sabemos que Jesús usa la expresión «Reino de Dios» para significar su propia presencia entre nosotros, la presencia del Hijo de Dios hecho hombre, la presencia de la Salvación. Lo insinúa Lucas desde la primera aparición pública de Jesús, cuando el anciano Simeón toma al Niño en sus brazos y ora a Dios diciendo: «Mis ojos han visto tu Salvación» (Lc 2,30).

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Al enviar esta misión de los 72, Jesús advierte: «La míes es mucha y los obreros son pocos». Cuándo habla de la «míes» (campo sembrado listo para la cosecha), ¿en qué está pensando? Está pensando en todas esas personas que ellos deberán reunir para el encuentro con Jesús, para lo cual no darán abasto; pero está pensando también en todo el mundo, porque Él vino a salvar a todos. Se aplica hoy a una Diócesis, a un país, a todo el mundo. En el mundo conoce a Cristo hoy sólo el 30% de la población. ¡La míes es mucha! ¿Qué cosa recomienda Jesús ante esa inmensa desproporción entre la cosecha y los obreros? Él recomienda algo que, por desgracia, hoy hacemos muy poco: «Rueguen el Dueño de la míes que envíe obreros a su míes». Tenemos poca fe en la fuerza de la oración y por eso los obreros son pocos y muchos se quedan sin conocer a Jesús, sin que sus ojos vean la Salvación.

La misión de preparar el camino al Señor, para que, cuando venga Él mismo, sea acogido, no es fácil. Según su modo habitual de enseñar por medio de imagenes, Jesús la expresa de la manera más extrema: «Miren que los envío como corderos en medio de lobos». El «bullying» y todas las otras formas de rechazo que puedan recibir los discípulos de Cristo, cuando dan testimonio de Él, no es nada comparado con lo que sufre una oveja en medio de los lobos. Por esta razón asistimos muchas veces al triste espectáculo de personas que se declaran cristianos, pero no viven conforme a lo que este nombre significa; optan por complacer a los lobos para no irritarlos.

Para esta misión de preparar el terreno al Señor no es necesario nada de este mundo; no está en nada de este mundo su eficacia. Esto desconcierta a muchos que están acostumbrados, para cualquier empresa, a presentar un presupuesto y calcular los recursos necesarios. Jesús dice a sus enviados: «No lleven bolsa, ni alforja, ni sandalias». Lo único necesario es el poder que Jesús les da: «Les he dado el poder de pisar sobre serpientes y escorpiones, y sobre todo poder del enemigo, y nada les podrá hacer daño».

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El enviado tiene que saludar dando la paz, que es la suma de todo lo que hace pleno al ser humano. Se trata de la paz que da Jesús, que ellos deben transmitir. En la ciudad en que sean acogidos, Jesús agrega: «Curen los enfermos que haya en ella, y diganles: “El Reino de Dios está cerca de ustedes”». Terrible es la sentencia de Jesús para aquellos lugares en que sus enviados, por ser de Cristo, sean rechazados: «Les digo que en aquel Día habrá menos rigor para Sodoma que para aquella ciudad». Jesús supone que todos saben lo que pasó con Sodoma por su pecado de sodomía. Lo recordamos por si alguien no supiera: «El Señor hizo llover sobre Sodoma y Gomorra azufre y fuego de parte del Señor. Y arrasó aquellas ciudades» (Gen 19,24-25).

La segunda parte del Evangelio de hoy nos relata el regreso de aquellos enviados: «Regresaron los 72 alegres, diciendo: “Señor, hasta los demonios se nos someten en tu Nombre”». ¡No sólo curaban enfermos, sino también arrojaban demonios! Pero Jesús les advierte que esto es un don que ellos han recibido de Él y que deben usar con celo y fidelidad para servicio de Cristo. De esta manera, obtendrán la verdadera alegría, alegría que consiste en la felicidad eterna en el cielo: «Alegrense de que sus nombres estén escritos en el cielo». Este tiene que ser todo nuestro objetivo en esta tierra, que nuestro nombre, es decir, nosotros mismos estemos en el número de los invitados al banquete del cielo. Citamos las palabras de Jesús cada vez que celebramos la Eucaristía: «Dichosos los invitados a la cena del Señor».

+ Felipe Bacarreza Rodríguez

Obispo de Santa María de los Ángeles

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