Lc 11,1-13

Abbá, Padre

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El Catecismo de la Iglesia Católica, que es la exposición completa del misterio de Cristo, está dividido en cuatro partes. La IV Parte está dedicada a la oración cristiana y comienza ubicandola dentro del conjunto: «“Este es el Misterio de la fe”. La Iglesia lo profesa en el Símbolo de los Apóstoles (I Parte del Catecismo) y lo celebra en la Liturgia sacramental (II Parte), para que la vida de los fieles se conforme con Cristo en el Espíritu Santo para gloria de Dios Padre (III Parte).

Por tanto, este Misterio exige que los fieles crean en él, que lo celebren y que vivan de él, en una relación viviente y personal con Dios vivo y verdadero. Esta relación es la oración» (N. 2558). La oración es, entonces, una relación viva y personal del ser humano con Dios vivo y verdadero.

El Evangelio de este Domingo XVII del tiempo ordinario comienza poniendo ante nuestros ojos a Jesús mismo en esa relación: «Jesús estaba orando en cierto lugar». La relación es algo recíproco. El evangelista ya nos ha dicho cuál es la relación que Dios tiene con Jesús. En efecto, en el relato de su bautismo en el Jordán, dice: «Vino una voz del cielo: “Tú eres mi Hijo, el amado; en ti me complazco”» (Lc 3,22). Y cuando Jesús se transfiguró ante Pedro, Santiago y Juan, se escuchó la misma voz: «Vino una voz desde la nube que decía: “Este es mi Hijo, el elegido; escuchenlo”» (Lc 9,35). La relación de Jesús con Dios es única. Jesús es el Hijo de Dios. Cuando ora, él llama a Dios: «Padre». El Hijo y el Padre son dos Personas distintas; pero ambos son el mismo y único Dios. Ver orar a Jesús era algo absolutamente nuevo para sus discípulos. La primera reacción de ellos es poder gozar de esa misma experiencia: «Cuando Jesús acabó (de orar), le dijo uno de sus discípulos: “Señor, enseñanos a orar”».

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Esa petición equivale a la pregunta: ¿Cuál es nuestra relación con Dios; cómo debemos nosotros dirigirnos a Él? Cuando escribimos una carta, lo primero es discernir cuál es nuestra relación con el destinatario: «De mi consideración… Estimado Señor… Querido Señor… Estimado Pedro… Excelentísimo Señor… etc.». A veces tardamos más en esto que en el resto de la carta, precisamente porque esa relación determina todo. Cuando se trata de nuestra relación con Dios, Jesús nos enseña cómo debemos dirigirnos a Él: «Cuando ustedes oren, digan: “Padre”». Pero, dirigirnos en esa forma a Dios, ¿no es una presunción excesiva? Hasta ese momento nadie había osado dirigirse a Dios de esa manera, presumiendo de ser hijo de Dios. El único que puede llamar a Dios de esa manera con propiedad es Jesús. Y fue tan insólito que esta es la causa de su muerte, como la exponen los judíos a Pilato: «Nosotros tenemos una Ley y según esa Ley debe morir, porque se tiene por hijo de Dios» (Jn 19,7). Jesús nos enseña que nosotros, no nos «tenemos como hijos de Dios», sino que ¡«somos hijos de Dios»! (cf. 1Jn 3,1).

Esta condición nuestra sigue siendo algo tremendo, de lo cual debemos cobrar conciencia cada día más profundamente. Para que no sea puro nominalismo, sino que tenga base en la realidad, es necesario que nosotros seamos elevados el nivel de Dios, es decir, que recibamos una participación de la naturaleza misma de Dios. Este es el don inefable de la gracia. Esta es la base más firme de la dignidad humana. Esta es la vocación de todo ser humano. Para esto es necesario que nosotros recibamos el Espíritu Santo: «Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios… Ustedes recibieron un Espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: “¡Abbá, Padre!”. El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios» (Rom 8,14.15.16).

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Ya en posesión de este don, Jesús nos indica qué es lo que debemos pedir a Dios. En primer lugar, lo que se refiere a Dios mismo: «Santificado sea tu Nombre», es decir, que todos veneren su Persona como santa y así lo amen y lo teman. Nos da ejemplo la Madre de Dios en el Magnificat: «Su Nombre es santo y su misericordia de generación en generación sobre quienes lo temen» (Lc 1,49-50). «Venga tu Reino», es decir, que se establezca entre nosotros la voluntad de Dios. Debemos pedir lo que se refiere a nuestras necesidades materiales: «Danos cada día nuestro pan cotidiano». Por último, debemos pedir lo que se refiere a nuestras necesidades espirituales: «Perdonanos nuestros pecados… no nos introduzcas en la tentación (no nos pongas a prueba)» Esta última petición equivale a decir: Ten consideración de nuestra debilidad.

Luego Jesús propone dos breves parábolas sobre la oración. La primera, para enseñarnos que nuestra oración debe ser perseverante, aunque parezca no encontrar eco en Dios. La segunda, para enseñarnos que Dios nos concede siempre lo que le pedimos, cuando le pedimos lo que conviene. Lo que es claro es la conclusión: «Si ustedes, siendo malos, saben dar cosas buenas a sus hijos, ¡cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan!». De esta manera, la conclusión coincide con el comienzo, pues el don Espíritu Santo, como hemos dicho, nos concede ser hijos de Dios y, por tanto llamar a Dios «Padre». El Espíritu Santo es el Bien máximo que Dios nos da, pues nos concede que esa relación viva y personal con el Dios vivo y verdadero, en que consiste la oración, sea la de un hijo con su Padre.

 

+ Felipe Bacarreza Rodríguez

Obispo de Santa María de Los Ángeles

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