Cristo Rey del Universo, Domingo 34A

Mt 25,31-46

Vengan, benditos de mi Padre, a gozar del Reino eterno

La reforma litúrgica ordenada por el Concilio Vaticano II estableció la Solemnidad de Jesucristo Rey del Universo como culminación del año litúrgico. Es el misterio que contemplamos en este Domingo XXXIV, que es el último del año litúrgico.

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Durante todo el año hemos contemplado a Jesús en los distintos momentos de su vida terrena, tal como lo comunicaron a nosotros sus apóstoles, para que también nosotros tengamos comunión con Él: «Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron nuestras manos acerca de la Palabra de vida… lo anunciamos a ustedes, para que también ustedes estén en comunión con nosotros. Y nosotros estamos en comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo» (1Jn 1,1.3). Lo que vieron los apóstoles es lo que canta el primer himno sobre Cristo: «Siendo de condición divina… se vació de sí mismo tomando condición de esclavo, haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en todo como hombre; y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz. Por lo cual Dios le exaltó y le otorgó el Nombre, que está sobre todo nombre». Pero falta que se cumpla todavía la conclusión de ese himno: «Para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese que Cristo Jesús es Señor para gloria de Dios Padre» (Fil 2,6.7-11). En efecto, falta que se cumpla el último capítulo de la historia, cuando aparezca Jesús como Rey glorioso del Universo.

Sabemos que ese capítulo se escribirá, porque ha sido revelado por Jesús, como lo leemos en el Evangelio de este domingo: «Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria acompañado de todos sus ángeles, entonces se sentará en su trono de gloria». Si en su primera venida tomó la condición de esclavo y muy pocos lo vieron, si todavía permanece en gran medida ignorado por los seres humanos, en su venida gloriosa, cuando se manifieste como Rey del Universo, sentado en su trono de gloria, reconocido por todos sus ángeles, entonces también todos los hombres y mujeres que hayan pasado por este mundo lo verán y lo reconocerán como Señor: «Serán congregadas delante de Él todas las naciones».

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¿Qué ocurrirá en ese momento final? Lo que Jesús revela ha quedado expresado como fórmula de fe en el Credo: «De nuevo vendrá con gloria a juzgar a vivos y muertos y su Reino no tendrá fin». Vendrá a juzgar a vivos y muertos, a todos absolutamente. Este examen final es el que da trascendencia a todas las acciones humanas. Todas tienen una dimensión infinita y deben realizarse en vistas a ese juicio final y definitivo. La responsabilidad del ser humano es inmensa.

El Juez «separará a los unos de los otros, como el pastor separa las ovejas de los cabritos; pondrá las ovejas a su derecha, y los cabritos a su izquierda». La comparación es un modo de hacer más viva y colorida la escena. Lo importante es que para todos los seres humanos hay sólo dos posibilidades: a la derecha o a la izquierda. Pero la suerte de unos y otros es infinitamente diversa: «Dirá el Rey a los de su derecha: “Vengan, benditos de mi Padre, reciban en herencia el Reino preparado para ustedes, desde la creación del mundo” … Dirá también a los de su izquierda: “Apartense de mí, malditos, al fuego eterno preparado para el Diablo y sus ángeles”». A esto se agrega la conclusión definitiva y eterna: «E irán éstos a un castigo eterno, y los justos a una vida eterna».

Falta fijar nuestra atención en lo más importante: ¿De qué depende que unos queden a la derecha y otros a la izquierda y que su suerte eterna sea tan opuesta? Jesús no nos deja en la incertidumbre; lo expresa claramente diciendo a los de la derecha: «Porque tuve hambre, y ustedes me dieron de comer; tuve sed, y me dieron de beber; era inmigrante y me acogieron…». Al contrario, dice a los de la izquierda: «Tuve hambre, y ustedes no me dieron de comer; tuve sed, y no me dieron de beber; era inmigrante, y no me acogieron…». Ante estas palabras, la sorpresa es igual de unos y otros: ¿Cuándo te vimos a ti hambriento y sediento, inmigrante, desnudo, enfermo…? La respuesta resume toda la ley de Cristo: «Cuanto hicieron a uno de estos hermanos míos más pequeños, lo hicieron a mí». Jesús había fundido el mandamiento del amor a Dios y al prójimo en uno solo cuando dijo que ambos mandamientos eran semejantes y agregó: «De estos dos mandamientos penden toda la Ley y los profetas» (Mt 22,40). Pero ahora los funde aun más estrechamente en uno: ¡El amor al prójimo es amor a Él mismo! Llama a los pobres, enfermos, desnudos, hambrientos, inmigrantes, etc. «mis hermanos más pequeños» y se identifica Él mismo con ellos: «Lo hicieron a mí».

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Si en el relato de Jesús cabe la sorpresa de unos y otros: «¿Cuándo te vimos…?», esa sorpresa ya no cabe en nosotros, porque nos ha sido revelado ese desenlace y ya sabemos, tal como lo expresa San Juan de la Cruz, que «en el ocaso de nuestra vida, seremos examinados sobre el amor». Basta así, porque, como hemos visto, el amor a Dios y al prójimo es uno sólo y procede de Dios: «Ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado» (Rom 5,5).

La escena de este Evangelio sobre el Juicio Final se describe de forma poética, pero también muy severa, en el famoso Himno: «Dies irae», que solía recitarse en todos los funerales. Una de sus estrofas dice: «Inter oves locum praesta, et ab haedis me sequestra, statuens in parte dextra» (Dame un lugar entre las ovejas, y de entre los cabritos separame, estableciendome en la parte derecha). Toda nuestra vida en esta tierra debe consistir en procurarnos un lugar en esa parte derecha, para escuchar de Jesucristo, Rey del Universo, estas palabras: «Ven, bendito de mi Padre, a gozar del Reino eterno preparado para ti desde la creación del mundo».

+ Felipe Bacarreza Rodríguez

Obispo de Santa María de los Ángeles

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