Mt 5,38-48

Serán hijos de su  Padre celestial

En el Evangelio de este Domingo VII del tiempo ordinario Jesús explica la justicia superior que deben practicar sus discípulos en relación a dos preceptos del Antiguo Testamento que no son del Decálogo. Son, sin embargo, mandamientos que regulaban las relaciones entre las personas, cuando se producía entre ellas violencia o había hostilidades y diferencias: «Habéis oído que se dijo: “Ojo por ojo y diente por diente”… Habéis oído que se dijo: “Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo”…».

Entre los seres humanos, desde el principio, después del pecado de Adán, ha habido violencia. El primer caso que registra la Escritura es ya entre los hijos de Adán, Caín y Abel: «Caín dijo a su hermano Abel: “Vamos afuera”. Y cuando estaban en el campo, se lanzó Caín contra su hermano Abel y lo mató» (Gen 4,8). Luego, entre los descendientes de Caín, hay uno llamado Lámec, que dice: «Yo maté a un hombre por una herida que me hizo y a un muchacho por un moretón que recibí. Caín será vengado siete veces, mas Lámec lo será setenta y siete veces» (Gen 4,23-24). Según la Biblia, esta violencia desatada entre los hombres es lo que hizo que le pesara a Dios haber creado al ser humano y lo llevó a decretar el diluvio, del cual se salvó sólo Noé y su familia. Dios dijo a Noé: «He decidido acabar con todo viviente, porque la tierra está llena de violencia por culpa de ellos» (Gen 6,11.13). En este contexto de la humanidad el mandamiento: «Ojo por ojo y diente por diente», era un gran paso de humanización. De esa manera, Dios impedía la escalada de la violencia. Dios no deja impune el daño causado por la violencia; pero establece un límite: la represalia no podía ir más allá que el daño recibido. No se podía ir más allá que un ojo por un ojo y un diente por un diente. La ley de Lámec era, entonces, muy contraria a la Ley de Dios.

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Pero la Ley de Cristo va mucho más allá: «Yo les digo: no resistan al mal; antes bien al que te abofetee en la mejilla derecha, preséntale también la otra…». Esto supera toda lógica humana. Nadie habla sugerido nada semejante antes que Jesús. Y Jesús hace de esta actitud un mandamiento para sus discípulos. No sólo es necesaria una fuerza especial de Dios para cumplir este mandamiento, sino también una luz especial para comprenderlo, para adherir a esa norma como la verdad sobre el ser humano. En realidad, una actuación semejante ante la violencia y la injusticia no la vemos sino en Jesucristo mismo y en los santos. Pero es norma para todos los cristianos. Nuestras continuas rencillas y actitudes violentas nos hacen comprender cuán lejos estamos cada uno de vivir en plenitud la ley de Cristo y cuán lejos está nuestra sociedad en su conjunto de ser verdaderamente cristiana.

Para ubicar en su contexto el segundo precepto examinado por Jesús: «Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo», hay que comprender que Israel, después que fue elegido por Dios para darle la revelación, se vio continuamente expuesta a la idolatría y a dar culto a las dioses de los pueblos que lo rodeaban. Para mantenerse en la fidelidad a su Dios fue necesario que considerara a los otros pueblos un peligro y se aislara de ellos. En este sentido los consideraba «enemigos». El «prójimo», en cambio, era el miembro de Israel. El odio del cual habla el precepto no es lo que nosotros entendemos por ese concepto. Se trata más bien de una completa disociación, de tratar como no existente. Amar al prójimo significa interesarse por él y hacerle el bien; odiar al enemigo significa hacer como si no existiera. Este es el precepto que Jesús lleva a plenitud: «Yo les digo: amen a sus enemigos».

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En primer lugar debemos decir que para los discípulos de Jesús ya no existe esa división entre Israel y los demás pueblos; él es el Salvador del mundo y quiere hacer discípulos a todos los pueblos, como lo afirma San Pablo: «No hay distinción entre judío y griego, pues uno mismo es el Señor de todos, rico para todos los que lo invocan» (Rom 10,12). Esto no lo pudo inventar San Pablo, que había sido formado en el judaísmo; esto lo recibe de Jesús, que enseña: Dios hace salir su sol sobre todos por igual, sin distinción. Jesús exhorta a sus discípulos a amar a sus enemigos, para imitar en esto a Dios, como un hijo imita a su Padre: «Para que sean hijos de su Padre celestial».

La conclusión final de esta ley formulada por Jesús es un mandamiento que incluye todos los otros: «Ustedes sean perfectos como es perfecto su Padre celestial». Para entender la ley de Cristo hay que adoptar la lógica de Dios. Pero esto es posible para el ser humano sólo si lo recibe como un don del mismo Dios. Para esto es necesaria la oración continúa, la meditación asidua de la Palabra de Dios y la participación fiel en la Eucaristía dominical e incluso diaria.

 

+ Felipe Bacarreza Rodríguez

Obispo de Santa María de los Ángeles

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