Lc 10,38-42
Este es mi Hijo… escúchenlo
En el Evangelio del domingo pasado, por medio de la parábola del buen samaritano, Jesús indicaba a un doctor de la ley qué es lo que hay que hacer para heredar la vida eterna. Hay que tener misericordia con el prójimo, como la tuvo ese samaritano con el hombre que fue asaltado y dejado gravemente herido a la orilla del camino. En esa parábola Jesús presenta otros dos personajes –un sacerdote y un levita– que, en su celo por agradar a Dios, no socorrieron al herido.
En efecto, el sacerdote y el levita se caracterizan por su dedicación al culto que se ofrece a Dios. Y para poder ofrecer el sacrificio ellos debían mantenerse libres del contacto con un cadáver, que los habría hecho impuros y, por tanto, inhábiles para participar en el culto. Por eso, al ver al hombre caído, dan un rodeo y no se acercan a él. Quieren agradar a Dios, pero no lo logran, porque no lo hacen en el modo que Dios quiere. Y, de esta manera, no son un ejemplo a imitar para alcanzar la vida eterna. ¿Por qué están tan errados? Porque no escuchan la Palabra de Dios. Jesús les habría dicho: «Vayan y aprendan qué significa: “Misericordia quiero y no sacrificio”» (Mt 9,13; 12,7). En otra ocasión les reprocha: «Ustedes han anulado la Palabra de Dios, por sus tradiciones» (Mt 15,6). Jesús les reprocha querer agradar a Dios en el modo decidido por ellos y no en el modo que Dios quiere, que es escuchando su Palabra.
Eso mismo nos enseña Jesús en el Evangelio de este Domingo XVI del tiempo ordinario, pero ciertamente de manera mucho más suave y afectuosa, por tratarse de amigos muy queridos de él. Esta vez no se trata de una parábola, sino de un hecho de la vida de Jesús, que ocurre en su camino a Jerusalén: «Yendo ellos de camino, Jesús entró en un pueblo, y una mujer, de nombre Marta, lo recibió en su casa. Tenía ella una hermana llamada María que, sentada a los pies del Señor, escuchaba su Palabra, mientras Marta estaba solicitada por el mucho servicio». La amistad que tiene Jesús con las hermanas la conocemos por el Evangelio de Juan, que nos informa: «Jesús amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro» (Jn 11,5). Ambas hermanas quieren agradar a Jesús como a un huésped muy querido y venerado. Pero lo hacen de modo diverso. Según la lógica del activismo de nuestro tiempo, a nosotros nos parecería que más lo agrada Marta, atareada con el servicio. ¡Se trata del servicio a Jesús! Y así la parece a ella, queriendo que Jesús intervenga en su favor: «Acercandose, dijo: “Señor, ¿no te importa que mi hermana me haya dejado servir sola? Dile que me ayude”».
La pregunta de Marta tiene un matiz de reproche a Jesús. Y ¡se permite darle una orden! Son signos de la amistad que los une. Pero, con la misma amistad, Jesús le responde: «Marta, Marta, te afanas y preocupas por muchas cosas; pero hay necesidad de una sola. María ha escogido la parte mejor, que no le será quitada». Según esta advertencia de Jesús hay muchas cosas que nos ocupan e incluso nos afanan; pero no son necesarias. La única cosa necesaria es escuchar su Palabra. ¿Necesaria para qué? Necesaria para que el ser humano alcance la felicidad eterna, para que alcance su fin último: Dios. Lo dice Jesús también de otra manera: «Yo soy el camino, la verdad y la vida; nadie va al Padre sino por mí» (Jn 14,6).
Marta pensaba agradar a Jesús con su hospitalidad, en el modo que ella creía mejor. Pero más lo agradaba María, escuchando su Palabra. Jesús es la Palabra de Dios y lo que más quiere de nosotros es ser escuchado. Más escuchó la Palabra de Dios el samaritano, como lo decíamos más arriba, que el sacerdote y el levita, y más agradó a Dios.
Vivimos hoy en un mundo muy agitado, en el cual hay muy poco espacio para la escucha. Los padres de familia se afanan mucho para proveer del sustento necesario a sus hijos; pero no tienen tiempo para escucharlos y de esta manera no los proveen de lo que ellos más valorizan. Los hijos proveen a sus padres ancianos de todos los cuidados materiales; pero lo que ellos más esperan es que sus hijos los escuchen. En el seno de las familias todos tienen mucho que hacer; pero no tienen tiempo para escucharse. No podemos tener esa misma actitud con Jesús. Él es la Palabra de Dios y la única actitud necesaria para el ser humano es acogerlo como lo que es, es decir, escuchándolo: «La Palabra vino a los suyos… A quienes lo acogieron les dio el poder hacerse hijos de Dios» (Jn 1,12).
El Evangelio de este domingo tiene un matiz menos perceptible para nosotros, que Lucas quiere acentuar, en su particular interés por promover a la mujer. Según los rabinos del tiempo de Jesús, la enseñanza de la Palabra de Dios estaba destinada solamente a los varones. Jesús rompe esos cánones y, aprobando la actitud de María, declara que también la mujer es destinataria de la Palabra de Dios; más aún que es la única cosa necesaria también para ella. No le será quitada nunca, porque permanece para la vida eterna.
María ha acogido la recomendación de Dios mismo. En efecto, durante la Transfiguración de Jesús, la voz del cielo declara: «Este es mi Hijo, el amado, en quien me complazco, escúchenlo» (Mt 17,5). Nosotros, hoy, habremos escuchado la Palabra de Cristo, que nos dirige este domingo, si en adelante dedicamos tiempo cada día a esa única cosa necesaria, a saber, al silencio que permite escuchar la Palabra que el Señor nos dirige.
+ Felipe Bacarreza Rodríguez
Obispo de Santa María de Los Ángeles
