Jn 1,29-34

Hemos sido creados para vivir y amar

El Año litúrgico, que está transcurriendo, comenzó el 27 de noviembre de 2016 con el tiempo de Adviento, que nos preparaba a la celebración del nacimiento del Hijo de Dios hecho hombre, acontecimiento central de la historia humana y el que le da su sentido. Hemos escuchado las palabras que dijo el ángel del Señor en sueños a José sobre la identidad y misión del Niño que debía nacer: «Le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt 1,21); escuchamos, luego, el anuncio del ángel a los pastores: «Les evangelizo una gran alegría… les ha nacido hoy en la ciudad de David un Salvador…» (Lc 2,10.11). Es natural que ahora queramos saber cómo desarrolló esa misión, cómo fue su vida, qué es lo que habló al mundo, sus milagros… Nos interesa todo lo que se refiere a él, porque él es nuestro Salvador.

El primer evento que conocemos de Jesús una vez adulto es su Bautismo en el Jordán por parte de Juan Bautista. Este evento  marca al comienzo del tiempo litúrgico Ordinario, en el cual, domingo a domingo, vamos siguiendo a Jesús, admirandonos de su Persona y de su Palabra. Para recibir su fuerza de salvación, es necesario participar todos los domingos en la Eucaristía. Una participación esporádica no lo logra. Hoy celebramos ya el Domingo II del tiempo Ordinario.

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El Evangelio de este domingo no nos refiere alguna obra o palabra de Jesús; pero nos dice el testimonio que da Juan acerca de él, cuando Jesús aún no se ha manifestado, como repite Juan: «Yo no lo conocía». Dos cosas afirma Juan sobre Jesús, cuando lo ve venir hacia él. El problema es que parecen contradictorias: «He ahí el Cordero de Dios, el que quita el pecado del mundo… Este es el Hijo de Dios». El «Cordero de Dios» y el «Hijo de Dios» son la misma Persona: Jesús. ¿Entiende Juan lo que está afirmando sobre Jesús? Y ¿cómo puede decir eso sobre él, después de insistir en que no lo conocía? Lo que quiere decir Juan es que ese testimonio acerca de Jesús no es el resultado de un conocimiento humano –ningún conocimiento humano puede alcanzar esa verdad–, sino objeto de una revelación de Dios: «Yo no lo conocía, pero el que me envió a bautizar con agua, me dijo: “Aquel sobre quien veas que baja el Espíritu y se queda sobre él, ese es el que bautiza con Espíritu Santo”. Y yo le he visto y doy testimonio de que este es el Hijo de Dios».

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Se podría decir de Juan lo mismo que dice Jesús a Pedro, cuando hace la misma confesión: «Bienaventurado eres, Pedro, porque esto no te lo ha revelado carne ni sangre, sino mi Padre que está en el cielo» (Mt 16,17). En efecto, el sujeto: «El que me envió a bautizar con agua» es Dios. Lo sabemos desde el Prólogo de este Evangelio: «Hubo un hombre, enviado por Dios; su nombre era Juan; éste vino para un testimonio, para dar testimonio de la luz» (Jn 1,6-7).

También hemos leído en el Prólogo de este Evangelio que el Verbo, que «existía en el principio» y «era Dios», «se encarnó y habitó entre nosotros»; y sobre él se agrega: «Hemos visto su gloria, gloria como del Hijo unigénito del Padre…» (Jn 1,1.14). Ese Hijo único es el Verbo encarnado, que es Dios. Juan da testimonio de que ese Hijo de Dios es Jesús: «Doy testimonio de que este es el Hijo de Dios».

Antes de entrar en la otra declaración de Juan sobre Jesús –«el Cordero de Dios»–, observamos lo que hace: «Quita el pecado del mundo». Nadie puede quitar el pecado del mundo sino sólo Dios. El pecado del mundo es una realidad de muerte que esclaviza al ser humano y de la cual no puede liberarse por sus propias fuerzas. Leemos en el Génesis que, después de que Dios creó todo, incluido el ser humano, hecho a su «imagen y semejanza», «vio Dios todo lo que había hecho y era muy bueno» (Gen 1,31). ¿Cómo se explica entonces que el ser humano esté sometido a la muerte –nada más contrario a la semejanza de Dios– y que esté dominado por el orgullo, el egoísmo, las ansias de poder, de placer y de dinero, que son causa de injusticia, abusos, violencia, terrorismo y guerra? Todo eso es «el pecado del mundo». El ser humano fue creado para vivir y amar, es decir, para procurar el bien de los demás con preferencia al bien propio. En esto consiste la imagen y semejanza de Dios, que es amor. Pero el pecado, que lo tiene esclavizado, le impide amar. Tiene que ser liberado de esa esclavitud. Esa es la obra del Cordero de Dios; es la obra de Jesús. Él salva a su pueblo de sus pecados.

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Jesús quita el pecado del mundo, donando el Espíritu Santo, cuyo fruto es el amor, como repite San Pablo: «El fruto del Espíritu es amor, gozo, paz…» (Gal 5,22); y también: «El amor de Dios (que es de Dios) ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo dado a nosotros» (Rom 5,5). Lo dice también Juan: «Ese es el que bautiza con Espíritu Santo». Para obtener este don, es decir, para dar eficacia al Bautismo cristiano y al perdón de los pecados, fue necesario que Jesús ofreciera su vida en sacrificio, como el cordero pascual que era inmolado y ofrecido a Dios. De aquí el nombre que Juan le da: «Cordero de Dios».

Todo esto lo vemos confirmado cuando Jesús murió en la cruz. El evangelista le aplica una disposición del ritual del sacrificio del cordero pascual: «No se le quebrará ningún hueso» (Jn 19,36), y afirma que en la muerte de Jesús se concede el don del Espíritu: «Inclinando la cabeza, entregó el Espíritu» (Jn 19,30). Este es el precio que tuvo que pagar Jesús para liberarnos de la esclavitud del pecado y concedernos así el poder amar a los hermanos. Lo declara también Pedro, para que tengamos conciencia de la gravedad del pecado: «Ustedes han sido rescatados de la conducta necia heredada de sus padres, no con algo caduco, oro o plata, sino con una sangre preciosa, como de Cordero sin tacha y sin mancilla, Cristo» (1Pet 1,18-19). Él es el único que salva al mundo del pecado. Durante la celebración de la Eucaristía lo declara el sacerdote mostrando el Cuerpo y la Sangre de Cristo: «Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo».

 

+ Felipe Bacarreza Rodríguez

Obispo de Santa María de Los Ángeles

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