Mt 17,1-9

El que a ustedes escucha, a mí me escucha

El fiel para quien la Eucaristía dominical es parte de su vida bien sabe que el Domingo I de Cuaresma se caracteriza por el episodio de las tentaciones a las que fue sometido Jesús y que el Domingo II de Cuaresma, que celebramos hoy, se caracteriza por el episodio de la Transfiguración de Jesús. Y es capaz de captar el fuerte contraste en la Persona de Jesús entre esos dos momentos.

En el episodio de las tentaciones se nos manifiesta Jesús en toda la verdad de su condición humana, hasta el punto de compartir con nosotros la experiencia de la tentación, es decir, hasta el punto de que Satanás piense que puede engañarlo y desviarlo de su camino, diciéndole: «Te daré todos los reinos del mundo y su gloria» (cf. Mt 4,8-9). Contemplábamos el domingo pasado a Jesús como lo define San Pablo en el himno cristológico de su carta a los filipenses: «Siendo de condición divina… se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo, haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su condición como hombre» (Fil 2,6-7). En el episodio de la Transfiguración, en cambio, Jesús se nos manifiesta en su condición divina: «Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan… y se transfiguró delante de ellos: su rostro se puso brillante como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz». Obviamente, la divinidad no se puede describir con nuestro lenguaje, porque no corresponde a nada conocido por nuestros sentidos, y es necesario usar esas imágenes como símbolos. La luz y el color blanco son símbolos de la divinidad.

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Varias cosas debieron impresionar a esos tres discípulos. En primer lugar, la aparición de los dos personajes bíblicos, Moisés y Elías, y la relación que tienen con Jesús: «En esto, se les aparecieron Moisés y Elías que conversaban con él». De ambos, nos dice la Escritura, que no se conocían sus restos en la tierra. La muerte de Moisés es narrada en estos términos: «Allí murió Moisés, siervo del Señor, en el país de Moab, como había dispuesto el Señor… Nadie hasta hoy ha conocido su tumba… No ha vuelto a surgir en Israel un profeta como Moisés, con quien el Señor trataba cara a cara» (Deut 34,5.6.10). Por su parte, Elías fue arrebatado al cielo en un carro de fuego: «Iban caminando (Elías y Eliseo) mientras hablaban, cuando un carro de fuego con caballos de fuego se interpuso entre ellos; y Elías  subió al cielo en el torbellino» (2Reg 2,11). La Escritura agrega que cincuenta hombres buscaron su cuerpo inútilmente. Ambos aparecen ahora vivos conversando con Jesús. No hay contraste entre ellos y Jesús; conversan con él como con un antiguo amigo. De hecho, Jesús, dice a los judíos: «Si ustedes creyeran a Moisés, me creerían a mí, porque él escribió sobre mí» (Jn 5,46). Por otro lado, es evidente la superioridad de Jesús: es él quien está transfigurado manifestando su condición divina; es él el objeto de la revelación concedida a Moisés y a Elías. La visión enseña que hay continuidad entre el Antiguo y el Nuevo Testamento; pero, al mismo tiempo, es muy superior el Nuevo Testamento, porque es Jesús quien da cumplimiento y lleva a plenitud todo lo revelado anteriormente.

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Los tres apóstoles están gozando de un anticipo de la gloria celestial y desean que ese momento se perpetúe: «Tomando Pedro la palabra, dijo a Jesús: “Señor, bueno es para nosotros estar aquí. Si quieres, haré aquí tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías”». Pedro usa el adjetivo griego «kalós», que significa «bueno, bello, pleno». Es la felicidad plena, que no se cambia por nada y que se goza sólo en contacto con Dios. Esa es la experiencia que ellos viven.

La nube luminosa que los cubre representa la presencia de Dios. La tradición oriental ve en esa nube al Espíritu Santo y, de esta manera la escena es trinitaria. En efecto, la voz que sale de la nube es la de Dios y Él se relaciona con Jesús como el Padre, declarando: «Este es mi Hijo, el amado, en quien me complazco; escúchenlo». En las tentaciones el diablo comenzaba diciendo a Jesús: «Si eres el Hijo de Dios, haz tal o cual cosa». Jesús tenía poder para hacer todo lo que el diablo le proponía –convertir las piedras en pan, arrojarse desde lo alto del templo para que los ángeles lo sostengan, etc.– pero no lo hizo, porque eso habría sido anular la verdad de su condición humana. Ahora es el mismo Dios quien lo declara su Hijo, y agrega: «el amado, el que llena la complacencia de Dios». La voz divina agrega un imperativo dirigido a nosotros: «Escúchenlo». ¡Nos manda escuchar a Jesús!

¿Cómo podemos escucharlo nosotros hoy? ¿No habría sido más correcto decir: «lean lo que se escribirá sobre él»? No. Está bien el mandato: «Escúchenlo», porque la Palabra de Jesús se oye hoy en la Iglesia, cuando es proclamada en la liturgia, cuando enseñan el Sumo Pontífice y los Obispos en comunión con él; la palabra de Jesús resuena en el corazón de los fieles, cuando oran y leen la Escritura dentro de la Iglesia, es decir, en conformidad con su enseñanza. Jesús sabía que su voz física iba a cesar con su Ascensión al cielo; pero permanece su Palabra, según su misma declaración: «El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán» (Mt 24,35). Todas las generaciones han escuchado esas palabras de Jesús escuchando a los apóstoles y a sus sucesores, que son los Obispos, como aseguró Jesús: «El que a ustedes escucha, a mí me escucha» (Lc 10,16). Por eso, quien desoye a los pastores de la Iglesia, desoye a Jesús; y quien desoye a Jesús desoye a Dios.

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+ Felipe Bacarreza Rodríguez

Obispo de Santa María de Los Ángeles

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