Mt 28,1-10

Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia

El salmista afirma: «El justo sufre muchos males; de todos lo libra el Señor» (Sal 34,20). Ciertamente, el mayor de todos los males, que sufre también el justo, es la muerte. ¿Lo libra el Señor también de ella? Al celebrar hoy la Resurrección de Cristo es esa la pregunta que debemos responder.

Confesamos que la Sagrada Escritura es la Palabra de Dios y que, por tanto, «los libros sagrados enseñan sólidamente, fielmente y sin error la verdad, que Dios hizo consignar en dichos libros» (Catecismo N. 107). Leemos en esos libros que «Dios creó al ser humano a imagen y semejanza suya» (Gen 1,26.27) y que le concedió compartir su mismo aliento de vida: «Sopló en sus narices aliento de vida y resultó el hombre un ser viviente» (Gen 2,7). Pero también leemos en ellos: «El sabio muere, igual que el necio» (Coh 2,16) y que la existencia del ser humano es precaria: «¡El hombre! Como la hierba son sus días, como la flor del campo, así florece; pasa por él un soplo, y ya no existe» (Sal 103,15-16). ¿Cómo pueden mantenerse unidas ambas cosas: que el ser humano sea imagen y semejanza de Dios y goce del soplo de vida infundido por Dios y que, sin embargo, muera? La misma Escritura lo explica.

Instagram Bionoticias

Dios creó a Adán con el don de la inmortalidad. Adán no tenía que morir y tampoco tenía que morir su descendencia. Pero este don entrañaba el peligro real de pretender ser como dioses. Por eso Dios marcó la diferencia: Adán no es conocedor del bien y del mal; él recibe de Dios el conocimiento del bien que hay que hacer y del mal que hay que evitar; el ser humano debe obedecer la Ley de Dios. Dios dio a Adán este único precepto: «Del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás, porque el día que comieres de él, morirás sin remedio» (Gen 2,17). Hemos adoptado la traducción de la Biblia de Jerusalén. Pero esa traducción es inexacta. En el texto no aparece la palabra «remedio», ni otra semejante. En el texto se usa el modo hebreo de expresar una acción enfática, que consiste en hacer preceder al verbo que expresa la acción el mismo verbo en modo infinitivo: «El día que comieres de él, morir morirás». La expresión adverbial «sin remedio» se ha revelado también falsa, porque con la resurrección de Cristo ¡la muerte tiene remedio! Conocido este remedio, San Pablo se atreve a enfrentar a la muerte: «¿Dónde está, oh muerte, tu victoria? … ¡Gracias sean dadas a Dios, que nos da la victora por nuestro Señor Jesucristo!» (1Cor 15,55.57).

Te puede interesar:  Casinos y vicios: El tormento de la desprotección

En varias ocasiones Jesús anunció su pasión y muerte y siempre agregaba: «Al tercer día resucitaré». Pero, con ocasión de la muerte de Lázaro, Jesús declara: «Yo soy la resurrección» (Jn 11,25). ¿Qué significa que Él se identifique con la resurrección? Él se identifica con la resurrección, porque no está pensando sólo en su propia resurrección sino en la de todos los seres humanos que creen en Él. Por eso, agrega: «El que cree en mí, aunque muera, vivirá» (Jn 11,12). Para esto se hizo verdadero hombre «cuando se cumplió la plenitud del tiempo» (cf. Gal 4,4). Si por el pecado de Adán entró la muerte en el mundo y «la muerte alcanza a todos, por cuanto todos pecaron» (Rom 5,12), para devolver al ser humano el don de la inmortalidad, tiene que ser expiado el pecado, que es la causa de la muerte. La muerte de Jesús en la cruz es el sacrificio que expió el pecado del mundo, como lo vio, profetizando, Juan el Bautista: «He ahí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Jn 1,29). No habríamos podido creer en esto, si Jesús no hubiera resucitado, como lo dice San Pablo: «Si Jesús no resucitó, vana es nuestra fe» (1Cor 15,17). Resucitando, demostró que la muerte estaba vencida, porque el pecado había sido verdaderamente expiado. Pecado y vida son excluyentes; no pueden ir juntos. Decir: «Yo soy la resurrección» equivale a decir: «Yo soy el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo» y vuelve al ser humano al paraíso, donde tenía a su disposición el «árbol de la vida» y gozaba de la inmortalidad.

Te puede interesar:  Colapsos de edificios y puentes: ¿simple casualidad o falta de responsabilidad?

Todo esto está contenido en las palabras que dirige el Ángel del Señor a las mujeres que fueron de alba el primer día de la semana al sepulcro, donde había sido depositado el cuerpo de Jesús, después de su muerte en la cruz: «Ustedes no teman; sé que buscan a Jesús, el Crucificado. ¡No está aquí, ha resucitado!, como lo había dicho». Y, después de haberles mostrado el lugar vacío donde había reposado su cuerpo, las manda con este mensaje a sus discípulos: «Ha resucitado de entre los muertos e irá delante de ustedes a Galilea; allí lo verán». Estuvo muerto y sepultado, estuvo entre los muertos; y ahora está vivo. Está vivo por su propio poder, porque Él es la resurrección. Así lo ve Juan: «Puso su mano derecha sobre mí, diciendo: “No temas, Yo soy, el Primero y el Último, el que vive; estuve muerto, pero ahora estoy vivo por los siglos de los siglos, y tengo las llaves de la Muerte y del Hades» (Apoc 1,17-18).

Este es el misterio que celebra la Iglesia en todo el orbe, precisamente cuando la humanidad está particularmente golpeada y afligida por la pandemia del Covid-19. Ese virus ha venido como una fuerza de muerte. Ante esa fuerza conocemos el remedio: «Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn 10,10).

+ Felipe Bacarreza Rodríguez

Obispo de Santa María de los Ángeles

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí