Como feliz habitante de provincia, Ud. sufre las consecuencias del traslado diario en los buses del Transantiago solamente cuando viene a la capital. Sin embargo, varios millones de compatriotas se ven obligados diariamente al desafío de poder encontrar el bus que lo debe llevar a su trabajo, y no morir en el intento.

Como la semana pasada el sistema de transporte ideado por el Estado, y aplicado en el primer mandato de la Presidente Bachelet cumplió 10 años de uso, es natural hacer una reflexión al respecto.

Este asunto se insiere dentro del espacio de las preocupaciones de la familia, pues de acuerdo al buen o mal traslado público, ello influirá en el tiempo que le deja para poder estar juntos a los otros miembros de su familia, en la dignidad que le confiere a cada uno de ellos, de acuerdo al espacio y limpieza del bus en que se transporta, y en fin, en la seguridad que puede encontrar en su interior.

Comencemos por decir que el sistema anterior, el de las micros amarillas, era un verdadero caos. Sin embargo, a pesar del desorden, la iniciativa particular terminaba resolviendo, de modo ágil y económico, el traslado de todos.

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Como el sistema funcionaba un poco a la “ley de la selva” era necesario una regulación de la autoridad pública, es decir del Estado, para que, sin asfixiar la iniciativa privada, fuesen introducidas ciertas normas que eliminasen los excesos de líneas, los paraderos en cada esquina y las “guerras de micreros” para conseguir pasajeros.

Ese es propiamente el papel subsidiario del Estado. Es decir que la autoridad pública, sin ahogar la capacidad empresarial de los particulares, en este caso los dueños de las micros o las Pymes que controlaban varias líneas, introdujese orden en aquello que se había transformado en una esfera “sin Dios ni ley”.

Para conocer mejor cómo funciona este principio de subsidiariedad, oigamos lo que nos enseña al respecto el Papa Pío XI, en su encíclica Quadragesimo anno sobre el orden social, como uno de los principios de validez universal:

“Como no se puede quitar a los individuos y dar a la comunidad lo que ellos pueden realizar con su propio esfuerzo e industria, así tampoco es justo, constituyéndose un grave perjuicio y perturbación de recto orden, quitar a las comunidades menores e inferiores lo que ellas pueden hacer y proporcionar, y dárselo a una sociedad mayor y más elevada, ya que toda acción de la sociedad, por su propia fuerza y naturaleza, debe prestar ayuda a los miembros del cuerpo social, pero sin destruirlos y absorberlos” (Q.A.79; p.93).

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No piensan así los adoradores del Estado. Para ellos todo lo que hacen los particulares es sospechoso de ser movido únicamente por el deseo de lucro individual –cosa que ellos consideran injusto en sí mismo- y por lo tanto cercano a la ilegalidad y a la delincuencia.

Al contrario, lo que hace el Estado es para ellos siempre bueno porque nadie “lucra” con eso y supuestamente atiende las necesidades de todos. De ahí, que para los estatistas, el pasar, la iniciativa de los particulares, para las manos del Estado, es siempre un bien y la inversa, la privatización, es siempre un mal.

Esa mentalidad se ve retratada en el principio marxista de que todos deben trabajar para el Estado de acuerdo a sus capacidades y éste debe dar a cada uno de acuerdo a sus necesidades.

Sólo, que los estatistas olvidan un aspecto fundamental de la realidad humana. Exceptuados los religiosos, movidos por el amor de Dios, nadie desea hacer esfuerzos si no ve que el resultado directo de esos esfuerzos le pertenecerá a él y a su familia. Los dueños de una firma hacen trabajar a sus empleados para que ella funcione bien y al fin de año les dé lucro y los empleados tienen interés en trabajar bien para no perder el empleo.

Eso no sucede en las empresas públicas, porque los administradores continúan a ganar el mismo salario al fin de mes, a pesar de que los servicios no funcionen bien y los funcionarios tienen la garantía del empleo. Y si la empresa da pérdidas, con los contribuyentes que cubren el déficit con los impuestos.

Es lo que Santo Tomás de Aquino condensaba en su máxima: “lo que es gestionado en común es descuidado en común”.

Bueno, pero volvamos a nuestro tema del Transantiago. Lo que paso con el transporte público es un muy buen ejemplo de los principios que acabamos de reseñar.

El Estado, consideró que se debía reformar todo el sistema, para ello llamó a expertos internacionales, de modo a idear un plan centralizado que solucionase de modo definitivo y racional lo que no estaba funcionando bien.

Los especialistas, que muchas son científicos que viven en torres de marfil y conocen cada vez más sobre su especialidad y cada vez menos sobre leyes generales de la existencia humana, concibieron el llamado Transantiago. El Gobierno de la época lo aceptó y dio un plazo perentorio para aplicarlo y sacar a todas las micros de la vía pública.

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El plan en cuestión, no estatizaba las empresas de transportes, sino que centralizaba su funcionamiento y, posteriormente,  se comprometió a subsidiarlas. De ahí para acá el resultado no ha hecho sino distanciarse de las expectativas iniciales, mantener un sistema deficitario y un servicio deficiente, además de lo cual progresivamente más caro.

El Transantiago comenzó con una tarifa de $380 cuando inició el 10 de febrero de 2007. Cinco años más tarde, el precio llegaba a los $580. A diez años de su inicio, el valor del pasaje de bus cuesta ahora $640. Según expertos, una de las razones del aumento del valor del pasaje es la alta evasión que presenta el sistema de transportes, que llega al 30% de los usuarios.

Todo lo cual obligó a los sucesivos gobiernos a otorgar subsidios varias veces millonarios al famoso transantiago.

Desde la aprobación del subsidio al transporte público, en 2009, el sistema de transporte público capitalino ha recibido una inyección de 5.172 millones de dólares, cifra que equivale a 10 hospitales de alta complejidad como el Sótero del Río, según consignó el diario “La Tercera”.

En una década, el Transantiago ha recibido más recursos de lo que le costaría al Estado entregarle gratuidad universidad a 1,2 millones de estudiantes universitarios. Incluso, alcanza para construir dos líneas de metro, con un costo aproximado de 3 mil millones.

Por más que el Estado ha insistido en financiar su continuidad, el sistema sigue arrojando número rojos y el año pasado las pérdidas alcanzaron los 645 millones de dólares.

Sin embargo, el director del Transporte Público Metropolitano, Guillermo Muñoz, señaló que “en ningún país del mundo se discute el subsidio, (pues) en todas partes existe”. Sin el subsidio, apuntó la autoridad, el valor del pasaje superaría los 1.038 pesos en bus y los 1.138 pesos en Metro.

En conclusión, el Transantiago en sus 10 años de existencia ha sido un buen ejemplo de lo malo que es la intervención estatista y de los perjuicios que puede producir el hecho de que se impida la iniciativa privada a desarrollar sus potencialidades.

Sólo que, este “buen ejemplo”, continúa siendo una pesadilla para todos sus usuarios. ¿Cuántos ejemplos así tendremos que sufrir antes de enmendar de rumbo?

Gracias y recuerde que nos puede seguir en www.accionfamilia.org.  Hasta la próxima semana.

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