Por Rodrigo Larraín

Sociólogo y académico U. Central

Varios evangélicos se han alegrado de que Dios haya vuelto a sus palacios presidenciales, ocurrió con Trump, con la Presidenta de Bolivia y con el Presidente de Brasil. En otros países candidatos evangélicos militantes, con agenda propia, han disputado elecciones presidenciales y parlamentarias en América Latina. Los evangélicos, sobre todo los pentecostales ahora concuerdan con candidatos que suscriben su agenda valórica: rechazo al aborto, al matrimonio homosexual, a la laicidad en la sociedad y en las escuelas y por expresión pública de la fe. Esta coincidencia hace que se vote, incluso por inercia, por candidatos conservadores y neoliberales. Esto es nuevo puesto que en América Latina y en Chile, en particular, los evangélicos votaban por candidatos más de centroizquierda y no conservadores; quizás porque en Chile los conservadores fueron católicos. Pero hoy día el progresismo ha levantado banderas históricamente de derecha, como son el aborto y el matrimonio homosexual.

Por eso que, paradójicamente, iglesias evangélicas de inmigrantes han proclamado a Trump como una figura del cristianismo americano, una de ellas lo proclamó como Apóstol. Sin embargo, las iglesias evangélicas más históricas no han seguido el ímpetu oficialista de los pentecostales de nuevo cuño que apoyan a Trump, lo acusan de homofóbico, xenófobo y de enemigo de la ecología. La prestigiosa revista “Christianity Today” ha sostenido que la inmoralidad, la codicia y la corrupción del presidente Trump, su divisionismo y la discriminación racial, su crueldad y hostilidad hacia los inmigrantes y refugiados con evidentes abusos de poder”. Esta es una revista del evangelismo americano clásico.

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En el resto de América Latina, el fundamentalismo evangélico hace una alianza tácita con el catolicismo fundamentalista; pues les une una agenda valórica en contra de una centroizquierda progre que podría recoger los argumentos del socialismo español anticatólico y con una laicidad persecutoria del catolicismo y del cristianismo, en general, y no de todas las confesiones religiosas, como el islam o los cultos africanos, por ejemplo. En la línea de Trump, Brasil es un caso donde los evangélicos llegaron al poder indirectamente; la elección del presidente del país les permitió obstruir toda agenda homofílica, antisexista, xenofílica y ecológica. Incluso han prestado sus nombres para apoyar el racismo hacia las comunidades indígenas.

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Algunos parlamentos han invitado a pastores a presidir oraciones en las cámaras, lo que personeros católicos no habrían podido hacer. En El Salvador la diputada Eileen Romero presentó un proyecto para que las escuelas, obligatoriamente, leyeran la Biblia. Estos grupos de cariz religioso torcieron el destino histórico del evangelismo en gran medida por el abandono del centro político y de la izquierda, el progresismo en general, cuyos valores históricos imperceptiblemente cambiaron. La rutina era la misma, los emblemas también; pero los nuevos valores con nuevo lenguaje se metieron subrepticiamente y surgieron banderas para ocultar el viraje ideológico en materias de socioeconómicas. Si todos están de acuerdo en el proyecto de desarrollo capitalista neoliberal, la única diferencia es en cuestiones valóricas, o irrelevantes, ello extrema a los religiosos. Así se construyeron una causa de carácter bíblica, neoliberal, misógina, fascistoide en el lenguaje, segregador, adherente a la teología de la prosperidad, admiradora del autoritarismo y anticomunista conspirativa. Como si el Partido Comunista fuera un partido muy numeroso, esto se debe a que es más fácil buscar un culpable que a entender las causas de los fenómenos sociales. Ya nadie de la política se preocupaba por los pobres, preocupados por nuevos valores, no los añejos que se esgrimían de tiempo en tiempo para defender a los pobres, los viejos y los abandonados.

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